viernes, 1 de julio de 2011

RELATO REFERIDO A UN PEQUEÑO PUEBLO, LLAMADO “CANALEJAS”


RELATO REFERIDO A UN PEQUEÑO PUEBLO, LLAMADO “CANALEJAS”

PERTENECIENTE AL AYUNTAMIENTO DE ALMANZA.

PARTIDO DE SAHAGUN, PROVINCIA DE LEÓN

INTROITO

               Permitidme expresar las causas y motivaciones que me han inducido a elegir este pequeño lugar y no otro, para tras un exhaustivo y minucioso estudio, desvelar no solo su estratégica situación, si no también su bello entorno y sus hábitos y ancestrales costumbres.

               Para ello, obligado resulta que conozcáis geográficamente dónde está asentada esta localidad.


CAPITULO I

               Recostada poéticamente sobre una ladera mirando a Poniente, bañada por el sol, desde su nacimiento hasta su puesta.
               A él se accede por una carretera asfaltada que desde Almanza se dirige a Puente Almuhey, y tras recorrer dos kilómetros y medio, a su derecha sale un ramal perpendicular que se desliza atravesando un corto trecho por un robledal llamado la Serpenta; se cruza un pequeño puente, de un solo ojo, a través del que discurre un riachuelo, Los Reales, y a poco trecho se bifurca la carretera en dos, una que prosigue hacia las Calaveras de Abajo y de Arriba y la otra, nos lleva a Canalejas.

               De Almanza dista cinco kilómetros y dada la despoblación que en este pueblo se ha producido, como en la inmensa mayoría de los pueblos y aldeas de nuestro suelo patrio, al no poder sufragar los gastos inherentes a su Ayuntamiento y Juzgado  Municipal, se anexionaron a Almanza, en donde tienen un Centro de Salud, la Farmacia, los Bancos y Cajas de Ahorro, el Cuartel de la Guardia civil y las tiendas en donde realizan sus compras.

               Por su aire Este y Sur está circundada por compactas matas de robledal y dentro de ellas, bellas camperas en donde pastorean los rebaños de ovejas.

               Todo el aire Este tras ascender por una empinada pendiente, al coronarla nos encontramos con una inmensa loma, y en ella asentados varios corrales o apriscos en donde pasan las noches las ovejas.

               Por el Norte unas llanas tierras dedicadas al cultivo de cereales, que su límite es con el pueblo de Calaveras de Abajo.


      Por el Oeste se llega hasta un riachuelo que discurriendo desde su nacimiento en la Espina a la altura de Guardo, se desliza valle abajo, atravesando las localidades de San Pedro Cansoles, Valcuende, Calaveras de Arriba y Calaveras de Abajo, y tras un largo recorrido se adentra en el término municipal de Almanza, y como pequeño afluente sus aguas descansan en el Rio Cea.

Cerquita al pueblo, casi metidas dentro de él, existen unas linares de riego, en donde se cosechan unas legumbres finas y sabrosas, producto del terreno o del agua con la que se riegan, o tal vez el resultado de la conjunción de ambas.

Recuerdo que en mi infancia, mi entrañable padre compraba fréjoles arrocines, franceses, negritos, amarillos, de la Virgen, pues todas y cada una de las variedades, además de tener una buena cocción, tenían un sabor y textura que resultaban placenteros al paladar.

También compraba un carro de patatas para todo el año, que se llamaban de riñón, por su forma, color rojo por fuera y por dentro  amarillentas y su textura suave y jugosa. Fritas o en tortilla resultaban muy sabrosas.

Había en este paraje algunos huertos o prados, de dimensiones reducidas, cercados de seto vegetal, sauces, blimeas y zarzas y una portilla para su acceso. La portilla artesanal, sin ninguna estética, pues los aldeanos carecían de ella, constaba de unas tablas cruzadas, colocadas en perfecto desorden, pero lo suficientemente eficaces para que no pudieran salirse los animales.

La estampa resultaba atractiva, pues solían meter alguna oveja o cabra que se había quebrado una pata, la entablillaban y permanecía hasta que se soldara su hueso; otras que habían tenido un parto prematuro y su cría pequeñita y endeble, no podía ponerse en pie ni acceder a la teta de su madre y el pastor, la ordeñaba y con un biberón la alimentaba, hasta que poco a poco tomaba fuerza para trincar de la teta materna y en esta encantadora y tierna postura, movía su rabito, denotando su placidez y satisfacción.

A veces la oveja, al parir tenía un parto distócico, es decir, había alumbrado a dos gemelos y ella se había muerto, haciéndose menester buscar otra oveja que al revés de la anterior hubiera parido y su cría  hubiese muerto y aún así, resultaba harto difícil lograr que esta oveja permitiera dar de mamar a los gemelos huérfanos, si bien con constancia y tesón se lograba que la oveja les adoptara. Bastaba extraer de la teta un chorro de leche calentita y espumosa, recogiéndola en el cuenco de la mano izquierda y con ella se enfoscaba el hocico de ambos gemelos que con su lengüita la relamían y hambrientos se llegaban a la teta de la oveja adoptante, que de inmediato les olfateaba y sin más se espatarraba con su ubre repleta de leche y allí uno a cada lado, trincaban la leche, dando golpetes con su negro hocico sobre la ubre, y saciados, adoptaban unas bellas posturas, meneando sus colitas, para salir de estampida, saltando y jugueteando, brincando sobre los abrojos o mogueras.

               Tras esta lectura, mentalmente conocéis el sitio exacto donde se ubica este pueblo y ahora me veo impelido a establecer las dos épocas en que conocí y traté a sus moradores.



CAPITULO II

La primera época fue en las décadas de 1.930 a 1.940, antes, durante y después de la guerra civil española, cuando yo contaba con 12 años de edad. La segunda, la actual, el 2.009 cuando tengo 85 años.

Se ha producido un cambio tan profundo, sufriendo entre ambas épocas una verdadera metamorfosis, ya que si establecemos la diferenciación y lo hacemos en forma similar a como han ocurrido, es decir, en la primera era milimétrico el avance, casi imperceptible, y así se llegó a las décadas de 1.960, 70 y 90, en que la modernidad, el cambio transformó sus vidas, sus hábitos y sus ancestrales costumbres. El pueblo contaba con una población cercana a los cuarenta vecinos con sus respectivas viviendas, en su mayoría nutrida por familias numerosísimas.

Estas gentes eran físicamente, en su mayoría, de baja estatura, flacos, enjutos y huesudos, con unas pobladas cabelleras, no había calvos; sus rostros curtidos por el gélido viento y el implacable sol, y cumplidos 40 ó 50 años sus rostros aparecían surcados con profundas arrugas.


Sus vestimentas eran rudimentarias, chaquetas y pantalones de pana áspera y en la época invernal se cubrían con unas anguarinas pardas muy ásperas, cubriéndose hasta las orejas; calzaban madreñas y se cubrían con grandes boinas bilbaínas, y así mantenían la cabeza y los pies calientes, que era lo fundamental, como ellos machaconamente decían.

Las mujeres vestían con sayas, que eran de tela basta, de lana burda, holgadas sin botones y largas hasta próximas a los pies; cubrían sus cabezas con unos negros pañuelos a pico, que con una lazada ataban debajo de la barbilla; llevaban medias de lana por ellas confeccionadas durante las veladas invernales tiñéndolas en negro o gris oscuro, eran largas hasta por encima de las rodillas, sujetándolas con unas ligas o ligueros; calzaban zapatillas y utilizaban madreñas.             También empleaban refajos que eran como faldas con mucho vuelo y colocaban encima de las enaguas.

                 La lana, que tenían en abundancia se utilizaba para muchos menesteres, los colchones de las camas que además de ser cómodos les protegía del frío.

                 Cuando esquilaban las ovejas del rebaño, que lo hacían cuando se aproximaba el verano, con la única finalidad de que las ovejas al desprotegerlas de la lana, no notaran el frío, y, contrariamente, al llegar el calor del verano, se encontraban mucho más a gusto, como hacemos los humanos, nos abrigamos cuando hace frío y nos desprendemos de prendas
                 Escogían los mejores vellones, los lavaban y tendían al sol, los cardaban con dos cepillos con púas metálicas, y en las cocinas, en las largas veladas invernales, al amor de las leñas que se consumían en el hogar, bajo la trébede, las abuelas, que se encargaban de la realización de estas faenas por su gran destreza con el usillo y la rueca, transformaban aquellas blancas y espumosas lanas en hilo grueso, convirtiéndolo en ovillos, para con cuatro agujas tejer las medias, los calcetines, gorros, pasamontañas, jerséis, refajos y otras muchas prendas.

                 Las mozas, como así se llamaba a las jóvenes, solían vestirse con largas batas a rayas en variados colores, medias grises y la cabeza al aire, excepto cuando acudían a recoger las mieses, que se protegían con sombreros de paja con amplias alas.

                 Las niñas, unos largos vestidos con colores y motivaciones infantiles, flores, mariposas, que se ataban con unos lazos a la espalda, y el pelo cortito.

                 Los niños, pantalones con pesleras a media pierna, tipo a los bombachos que más tarde aparecieron y que yo vestí alguno de ellos; otros con blusas o jerséis, calcetines de lana en el invierno y las cabezas rapadas para evitar los piojos que se transmitían de unos a otros y luego a los mayores.

                 Calzaban, niños y niñas, botas catiuscas.

                 En los fríos inviernos llevaban gorros o pasamontañas, y era tan intenso el frío que los sabañones se instalaban en las puntas de las orejas y en los dedos de las manos, que producían un picor y escozor que no podían evitar rascarse, y con ello se enrojecían.

                 Conocéis la ubicación, sus moradores y ahora se hace menester contar como eran los inmuebles, casas, cuadras, pajares gallineros y corrales con sus portalones.



CAPITULO III


             Las viviendas, de planta baja y alta, sencillas, humildes, construidas todas de adobes, que ellos fabricaban en las barreras del pueblo, cavaban con azadones en los taludes del terreno, barro rojizo arcilloso, duro y compacto, lo trituraban a golpes, sobre el terreno lo iban humedeciendo con agua, añadiendo paja molida de trigo o centeno que conservaban en los pajares para estos menesteres, amén que también utilizaban para alimentar y mullir a los animales.

             Sabían perfectamente la cantidad que había que emplear para la mezcla de barro y paja, formando una argamasa, que dando vueltas y más vueltas a estos dos elementos, barro y paja, añadiendo agua, descalzos, con los pantalones arremangados, pisaban con destreza, y cuando el amasijo era dócil, macerado, colocaban sobre el suelo, en lugar llano unos moldes de madera rectangular, llamados adoberas, del tamaño del adobe que pretendían obtener, que eran cuatro tablas ingleteadas en forma de cola de milano, y en sus cuatro ángulos exteriores unos sobresalientes por donde se agarraban para retirarlos; con un caldero con agua y una pequeña escoba humedecían las caras interiores del molde, y a paladas lo llenaban de la mezcla, pasando una tabla como rasante a fin de que la cara del adobe resultara llana y perfecta.

Esta labor era repetitiva, y transcurrido un tiempo prudencial, la adobera se quitaba y el adobe con el sol y el aire se iba endureciendo. A los pocos días le daban la vuelta, lo colocaban de costado y más tarde los apilaban unos sobre otros, dejando entre ellos unos huecos que facilitaban la ventilación hasta lograr su total secado, colocando encima, unas tablas o chapas para que no se humedecieran en caso de lluvias.

Hacían pilas enormes y espaciadas en la barrera hasta que edificaran; cada adobe pesaba bastantes kilos.

Una vez planificado el solar, abriendo los cimientos, posteriormente los llenaban con canto redondo y mezcla de barro, al igual que los adobes y una vez salvado el desnivel del terreno los elevaban un poco con el fin de evitar las humedades.
Sobre ello iban colocando hileras de adobes, valiéndose para ello de una cuerda tensada para guardar la alineación, formaban los ángulos de las esquinas elevándolos más que los laterales, con la finalidad de con la plomada guardar la verticalidad del edificio.
     
Los huecos de ventanas y puertas eran pequeños, sin duda por dos razones fundamentales, la primera para no tener perdida de calor de dentro hacia fuera, al exterior, y la segunda la misma razón pero a la inversa, para que en la época de calor éste no se introdujera en el interior.

Las edificaciones cada cual las hacía a su aire y a sus posibilidades económicas, y en aquella época cual acontece en la actual, se presagiaba quienes eran y son pudientes económicamente.

No precisaban licencia de obras y nadie era sometido a ningún control, lo que motivaba que las edificaciones fueran anárquicas en perfecto desorden; no las alineaban unas a las otras, solo respetaban la calle. Unos las retranqueaban, otros menos, de ahí la existencia de tantas callejuelas que servían para abreviar las distancias, para cortejar los novios, etc.  Terminada la vivienda la revocaban con barro y paja igual que los adobes, que duraban una eternidad, dando al pueblo un tinte arranciado, muy acorde con sus moradores.

Ciertamente que la solidez era absoluta.

La cubrición de las casas les resultaba más dificultosa, ya que si bien madera de roble tenían gratis y en abundancia, no sabían secarla y aún menos serrarla, lo que hacían con tronzadores. Las vigas con hachas cortantes las iban escuadrando, y con medidas incorrectas, no lograban achaflanarlas, y menos ingletearlas, y era tal el esfuerzo que movían y removían las boinas sobre sus cabezas como buscando ideas, con el pitillo sostenido en la comisura de los labios, dialogaban, discutían y al final concordaban la forma de realizarlo, y así con un cúmulo de errores lograban colocar el tejado y respiraban hondo y profundo, colocando en el cumbrero un ramo en acción de gracias, merendaban sobre unos poyos los vecinos, bebían sin tasa y hablaban por los codos.

Sosegadas las críticas de unos y otros, los dueños de la casa, se sentían ufanos y orgullosos, anhelando terminarla para ir a vivir a ella; era un matrimonio y tres hijos pequeños, y vivían en la casa con sus suegros, que eran familia numerosa y quienes les habían ayudado económicamente.
Cuando las gentes no les veían, marido y mujer silenciosamente, por una de esas callejitas, semiescondidos, como si fueran a robar, se llegaban a la casa para determinar la distribución interior de la misma. Como inciso diré que estos aldeanos no conocían la estética, ni noción de ella tenían, pero es lo cierto que ambos, medían a pasadas el interior del edificio, concordando donde iba a estar la cocina, pensaban que debía dar a la calle una ventana, y así lo hicieron. Este detalle era importantísimo, ya que la cocina es la estancia más apreciada. Desde ella podían contemplar la calle para enterarse de lo que pasaba, y de manera especial, los de edad senil, se distraían., y así lo hicieron, y poco a poco terminaron el edificio, insinuando al párroco D. Emeterio, que hablaré de él más adelante, para que se la bendijera, a lo que muy gustosamente accedió.

El monaguillo a la vera del párroco se fueron a la iglesia tomando el Acetre con el agua bendita y dentro el hisopo, el roquete, la estola y el bonete de tres picos, y se llegaron a la nueva vivienda, donde para recibirlos estaba el matrimonio, sus hijos, y toda su familia, algunos vecinos y abundantes amigos. Este es un reflejo palmario de la solidaridad de estas encantadoras gentes.

No cabían todas en el recinto, pero en la parte zaguera tenían el corral, y allí previamente habían colocado unas mesas largas y bancos, y sobre las mesas unas bandejas repletas de roscas de baño de azúcar hermosas, mantecados, embutidos, todo de fabricación casera; vino, gaseosa, orujo y café.

El párroco anunció que iba a comenzar la ceremonia de bendición, y todos, de pie y en silencio en su derredor, rezaron con unción, y mientras el sacerdote, que estaba cargado de sabiduría, leyó despacito y con clara entonación bellos pasajes de la Sagrada Familia en la humilde casa de Nazaret, pidió porque ésta, que ahora bendecimos, fuera un modesto remedo, e impetrando gracias para que pudieran disfrutar de esta humilde pero confortable morada, y en ella se educará a los hijos en valores, rezando el rosario en familia, y finada esta entrañable ceremonia, en la que los protagonistas emocionados corriendo por sus sonrosadas mejillas abundantes lágrimas unidas a las gotas del agua bendita, convirtieron el evento en algo inenarrable, pero sin duda repleto de sencillez y ternura.

Todos pasaron al corral, era un plácido atardecer con una agradable temperatura, y el bueno de D. Emeterio, ante la contemplación de tantas viandas sobre la mesa, sonrió abiertamente a mandíbula batiente, fundiéndose en un abrazo fraterno con aquellos esposos que les resultaba harto difícil contener tanta emoción. Se enjugaron aquellas lágrimas que brotaban desde lo profundo de sus corazones, y el sacerdote con un rostro sonrosado por aquella tierna y emotiva contemplación, se dispuso a bendecir la mesa, y todos en un gesto unánime prorrumpieron en un atronador aplauso, tomando asiento el párroco en la cabecera y a su vera el matrimonio y todos los asistentes al acto, y poco a poco hicieron desaparecer aquellas ricas y abundantes viandas.

             Prosiguiendo con la narración referida a la cubrición de los tejados, y teniendo en cuenta que las vigas, trechas y cumbreros, todas de madera, solían aladearse y hasta retorcerse, pues con el calor las tejas curvas, color rojizo oscuro, de la época de los árabes, con el sol se caldean y al tocarlas queman, irradiando ese calor hacia dentro, y consecuentemente las maderas que lo sustentan se distorsionan deteriorando las cubiertas, y sus tejas se resquebrajan causando cuando llovía un sin fin de goteras.

             Aquellos aldeanos cuando se veían obligados a reparar los dañados tejados para  ello aprovechaban la época de calor en que no hubiera lluvias, y previamente tenían  en el portalón del corral el material que estimaban necesario y contratada a una persona especializada en estas obras, daban comienzo por revisar canal por canal las tejas rotas, y en la mayoría de las veces la realidad de los hechos les obligaba a levantar todo el tejado, lanzando sobre el suelo tejas y los deteriorados zarzos, que son unos tejidos de mimbres formando una superficie plana, muy prácticos, grandes de cerca, de tres metros de largo por dos de ancho, y logrado esto, que procuraban hacerlo con premura ya que quedaban las casas desprotegidas totalmente de las lluvias, cooperando los vecinos para ello, y limpio, unos se disponían a subir los materiales con una roldana o polea, lo ataban sobre el suelo, y tiraban los de arriba elevándolo, en tanto que otros que atendían al práctico en la materia, extendían sobre las trechas los zarzos que clavaban a las maderas, y sobre ellos se colocaban las tejas.

             Los aldeanos que por allí pasaban se detenían, y otros se acercaban de ex proceso, contemplaban la escena, liaban un pitillo, y con pausa sacaban el mechero que al comienzo de la mecha tenía como un tapón metálico, tiraban de él, alargaban la mecha, con sus callosas manos sacudían la rueda que producía chispas que encendían la mecha, la soplaban, y prendían el cigarro, daban unas fuertes chupadas, tiraban de la mecha, bajaba el cierre y se apagaba; la mecha era larga y tenía parte trenzada, que cuando se iba consumiendo la alargaban.

             Estos mecheros, que eran los que entonces había, eran infalibles, ni el viento ni la lluvia impedían encenderlos. Yo de niño comprobaba en la tienda cuando compraban la mecha, que lo hacían por medio o un metro, que les duraba a los empedernidos fumadores todo un año.

             Los que abajo se iban concentrando, todos movidos por la curiosidad, se detenían, y a los que en el tejado se encontraban afanosos trabajando, en tono socarrón e hiriente, aguantando el cigarrillo en la comisura de sus labios, acomodaban la gorra sobre sus cabezas, los interrogaban diciéndoles “como hacéis el retejo a lo pobre o a lo rico”; los del tejado hicieron mutis, permanecieron silentes, y el dueño del tejado le dice : “me he fijado en el tejado de tu casa y he notado que tiene más gibas que un dromedario, y así como vienes obligado a retejarlo, copia como lo estoy haciendo yo, que es a lo ¡rico, te enteras!...

             Como inciso diré, las dos formas de retejar, a lo pobre, alargando las tejas lo más posible, para ahorrar material, y a lo rico, se colocaban en vez de dos, tres tejas, quedando más sólido y duradero, y por ende, más costoso.

             El interlocutor de abajo se ausentó sin rechistar con las orejas gachas y  el rabo entre piernas, es decir fue a por lana y volvió trasquilado.

             Resulta evidente que en algunas de estas gentes, anidaba el gusanillo de la envidia, ese pesar del bien ajeno.

             Todas las viviendas contaban con espacioso corral, unas lo tenían delante y otras detrás, en todas un portalón cubierto de teja en donde guardaban los carros que todos tenían, los arados, los trillos y todos los utensilios de labranza, todo ello en perfecto desorden.
             Los más privilegiados tenían un pozo de agua, con bastantes metros de profundidad, con un brocal de canto redondo, una polea con su roldana, y un cordelito al que se ataba un caldero de cinc, que tiraban boca abajo, para que al sumergirse en el agua se llenara, siguiendo el principio de Arquímedes, ya que si no lo hacían así el caldero quedaba en la superficie del agua, flotando y forzoso les resultaba elevarlo de nuevo para volverlo a sumergir, como acabo de exponer.
      No había agua corriente en las casas, y la tenían que ir a buscar al caño, que estaba y está al comienzo del pueblo, del que sale abundante agua, apta para el consumo humano, y en su derredor un gran pilón en donde bebían los ganados, lavaban las mujeres, llevando en recipientes agua para cocinar, asearse, etc.
      Las cuadras, en su mayoría adosada a las viviendas, con dos plantas, en la baja el ganado vacuno y en la superior la tenada, en donde se guardaba la paja trillada y la hierba seca, para alimentar al ganado durante la época invernal.



CAPITULO IV
         Sus habitantes se dedicaban al pastoreo de ovejas, y además al cultivo de tierras, compaginando ambas faenas.

Existían varios rebaños de ovejas y alguna que otra cabra, y consecuentemente sus respectivos pastores que todos disponían de unos corrales o apriscos en donde se guardaban los animales durante las noches.
Anteriormente indiqué donde se ubicaban los apriscos, que ellos denominaban corrales de ovejas.

Estos pastores salían de sus respectivas moradas antes del amanecer y retomaban a ellas después de oscurecido, es decir, vivían en el campo, en el monte, en los rastrojos, en los valles, en las majadas, moguerales, helechales, es decir, en contacto directo y constante con la naturaleza.

Consecuentemente degustaban los placeres que la naturaleza les deparaba. Llegaban al aprisco acompañados de sus fieles caninos, que eran careas, de tamaño medio, colores indefinidos, valiosísimos para el careo de los rebaños. Algún que otro mastín leones, con sus ojos sanguinolentos, paso lento y gran tamaño, que en su cuello les colocaban las carlancas, a modo de un fornido collar y con puntiagudos clavos hacia fuera, para protegerlos de los lobos, que cuando entre ellos, se entablaban peleas, los lobos lo primero que hacen es tirarse sobre la yugular de los perros, y se encontraban con esos afilados clavos, que les laceraban interiormente.

Tomaban una enorme llave que escondían bajo una teja en el cumbrero del tejado, abriendo el portón de acceso al aprisco, y las ovejas que le conocían, que las hablaba en su lenguaje inteligible, se alegraban expresándolo con unos balidos fuertes y a dúo, y en forma anárquica salían fuera como torbellinos, precipitada y alocadamente, apretujándose unas contra las otras, pues su tozudez no las permitía tener un instante de raciocinio, y todas en la campera esperaban a que el pastor iniciara su rumbo hacia el pastizal al que pretendía llevarlas, y una tras otra iban tomando el bocado que la anterior dejaba.

Estos personajes eran entrañables, sacrificados a permanecer aislados de sus hijos y sus candorosas esposas, que enamorados de ellas, se veían privados de su presencia, y obligadas éstas a cuidar de sus hogares, sus hijos, las múltiples faenas del hogar, acarrear el agua desde el caño, y cuando el tiempo se lo permitía se llegaban a la linar a regar el fruto, o poner agua en el huerto a algún animal que allí tenían, preparar la comida, amasar el pan que requiere un gran esfuerzo físico y entrañaba una gran responsabilidad, atendiendo a todo ello, y en su mayoría estaban en periodo de gestación de algún hijo.

Estas personas entrañables, resignadas, abnegadas, silenciosas, cargadas de valores, esclavizadas, y pese a ello eran afables y sonrientes y a fin de que sus esposos al regresar al hogar no defraudarles, agobiadas por el trepidante trajín durante el día, antes de que sus esposos hicieran acto de presencia, atizaban el hogar, colocando sobre él, hermosos troncos de roble, que sobre ellos, de vez en vez, corrían unas llamas azuladas, para que se calentaran o se secaran de sus mojaduras, les preparaban la cena, que eran unas sopas de ajo y un torrezno, se lavaban y peinaban para complacerles. Hay un adagio que dice “La mujer del pastor, se peina al anochecer”...


CAPITULO V

Decía al comienzo que este pueblecito, al que tengo querencia y añoro, lo bañaba el sol casi todos los días del año, pero de manera especial en primavera, verano y otoño, y gozaban del privilegio que la madre naturaleza les brindaba, con los dos más bellos espectáculos que lo son los amaneceres y atardeceres.




Cuando la oscuridad de la noche despierta de su profundo letargo y da comienzo el alumbramiento de un nuevo día, la naturaleza se transforma, va tomando vida y color, los pájaros en cortos vuelos se sitúan en algunas ramas, primero pían para desperezarse, y de inmediato entonan sus bellos y variados trinos, que con sus diversas especies, el ambiente sereno no les perturba; a breves minutos va apareciendo en el naciente, allá tras la loma, una llamarada para luego hacer acto de presencia, en forma de media naranja, sublime, luminoso nuestro astro rey, para majestuosamente, en forma circular, pausadamente irse elevando sobre el firmamento, dando calor y vida al planeta tierra.

Esta contemplación visual produce en nuestros ánimos un inenarrable y gozoso placer que se degusta, y a la vez se agolpan en nuestras mentes ideas y pensamientos sublimes que nos llevan a la meditación, interrogándonos quién ha podido ser el artífice, y conjugando todo ello se llega a la conclusión que ha sido nuestro Padre Celestial.

Le denominamos Sol, Astro Rey, sin él la vida sobre la tierra no existiría.


He procurado describir el nacimiento de un nuevo día, y ahora voy a intentar describir el declinar del mismo.

Al atardecer el Astro Rey va suave, pausadamente descendiendo por el poniente, para esconderse en el horizonte, tras la loma. La cadencia que se palpa es anunciadora del espectáculo cargado de belleza que se nos aproxima.

Las nubes que en derredor del astro aparecen, que sin duda lo hacen para escoltarlo en su despedida, son transparentes, algodonadas, multiformes, y la luminosidad del sol las penetra, las traspasa, y toman unos colores indefinidos, unas distintas a las otras, y sus tonalidades como si entremezclándose, produciéndose un extraordinario espectáculo.

La duración es más extensa que la del nacimiento, y al esconderse tras la loma, en forma de abanico, va quedando una tenue llamarada que, entremezclada con las nubecillas, nos deja como un poso agradable para perderse de nuestras retinas, quedando poco a poco la tierra sumergida en la oscuridad de la noche, a la inversa de lo que acontece en su nacimiento, la luz deja de alumbrar, los multivariádos y hermosos colores resultan imperceptibles, la melancolía invade nuestros espíritus.

Tras estos maravillosos espectáculos que he descrito, las gentes de este pueblo veían un día tras otro, pues sus vidas discurrían inmersas en la naturaleza, se hacían para ellos tan cotidianas que perdía su valor, su encanto, no se sublimaban con ellas, pues aunque resulta inoportuno lo que voy a expresar, desconocían, ignoraban la estética, la belleza.



CAPITULO VI


No puedo obviar una de las épocas más intensamente vividas, el sacrificio de los cerdos, la época del San Martín, que se iniciaba el día 11 de Noviembre y se prolongaba hasta finales de Marzo.

Todos los vecinos de este pueblo criaban uno o dos cerdos, cuya compra hacían en los mercados, que en Almanza eran los lunes y en Puente Almuhey, los martes, localidades cercanas.

Concretamente en Almanza, había dos señoras, ambas casadas y con hijos, que además de las faenas inherentes a sus hogares y el cuidado y atención de sus esposos e hijos, con la noble y sana intención de aportar unos nada despreciables ingresos, se dedicaban a criar cerditos lechones, teniendo dos o tres cerdas de cría, que solían parir entre ocho y diez hijos.

             La gestación es de 3 meses, 3 semanas y 3 días. Estas dos mujeres, con las que mantuve una grata convivencia, eran, la Sra. Julia y la Sra. Petra, fallecidas años atrás pero a las que rememoro con cariño.

Recién nacidos eran muy lindos, gorditos, color sonrosado y muy espabilados; la madre se tumbaba sobre la paja que sobre el suelo se les colocaba, haciéndolo de costado y procurando no hacerlo sobre alguno de los cerditos recién nacidos, porque su enorme peso, de 15 a 18 arrobas, los destriparía.




La cerda gruñía para llamar a sus hijos, y éstos, juguetones y muy nerviosos, buscaban ansiosamente una teta, y era tan agudo su instinto, que los más fuertes se hacían con las tetas delanteras, que daban más abundante leche, los más ruines se tenían que conformar con la que dejaban los otros, y lograda esta selección, cada uno buscaba su teta, que siempre era la misma y consecuentemente unos se desarrollaban mucho más que los otros.

Antes del destete, al igual que las madres lo hacen con sus hijos, dejaban que éstos tomaran algún alimento sólido, acostumbrándose a comer por sí solos, dándoles a la vez de mamar. Por dos sabias razones, para que no se desnutrieran y la leche retenida en las glándulas mamarias de las madres no les causara molestias y sufrimiento.

Destetados, comiendo con normalidad, les llevaban a los mercados, y sobre el suelo, en los soportales, tiraban paja molida, colocando en su derredor un corralito a fin de que no se escaparan.

             Los compradores, paseaban y comprobaban cada una de las abundantes camadas, preguntaban precios, y algo de su historial, y hecha la selección, compraban casa cual el que estimaban mejor, o más barato, llevándolos en las alforjas, con las patas atadas, sobre una borrica.

Llegada la edad adulta, un castrador que recorría los pueblos, hacía sonar por las plazas y calles una filarmónica, que sonaba aguda y se oía en el pequeño pueblo. Los que tuvieran algún cerdo lo llamaban y lo castraban.

También las mujeres eran las encargadas de alimentarlos llenando  unos grandes potes todo ellos de hierro fundido y sostenidos sobre tres patas, o bien de patatas, las menos aptas para el consumo humano, o bien berzas, hojas de negrillo o jamones cocidos y ello en un caldero de cinc, lo mezclaban con salvados o harina de centeno, que constituía un hermoso y nutritivo alimento para los cerdos.
Cuando barruntaban dentro de sus cubiles, a la hora aproximada de la comida se impacientaban,  y gruñían. Al hacer acto de presencia la persona que les alimentaba, vertiendo la mezcla dentro de una duerna, como glotones introducían el hocico sobre los alimentos, produciendo al engullirlos un fuerte ruido, como ronquidos, denotando satisfacción y moviendo el rabito enroscado que les caracteriza.

Lleno el estómago, en un rincón de la pocilga, orinaban y excretaban las heces, para de inmediato tumbarse de costado plácidamente y dormir como lirones.
No hacían otra cosa que comer y dormir y así inexorablemente iban cogiendo kilos, hasta que al cumplir dos agostos en el cubil, les llegaba el momento óptimo para su sacrificio.


CAPITULO VII

A todo cerdo le llega su San Martín.

Tradicionalmente el día de San Martín (11 de noviembre) marcaba el inicio de la temporada de la matanza del cerdo, teniendo este ritual ancestral una fuerte carga simbólica y real de enorme importancia en unas economías agrarias de subsistencia obligada.

Alrededor de este acontecimiento se daban y aún se dan cita, una serie de rituales imprescindibles para asegurar la pervivencia de la familia, con una alimentación rica en grasas y proteínas.

Este evento concitaba la reunión de toda la familia a la que como gesto de solidaridad, se unían varios de los más próximos vecinos, y como una piña, hombres y mujeres colaboraban a que todo saliera bien.

La noche anterior al sacrificio se privaba de la cena al animal, para que los intestinos permanecieran carentes de heces.

El espectáculo era dantesco. Se colocaba el banco, que era de patas cortas y base amplia y fornida y que sólo  algunos vecinos tenían facilitándoselo a los que se los pedían.

Iban colocando para tener todo presto, el cordel y los grilletes para sujetar al animal, y también un haz de largas pajas que guardaban para este momento. Aquellas gentes parsimoniosas, con sus caladas boinas, y el pitillo en la comisura de los labios, degustaban unas copitas de orujo, que alguna candorosa fémina les servía sobre unas bandejitas floreadas.

Esto ocurría en las antojanas o en el corral, en tanto que en las cocinas varias mujeres preparaban los útiles necesarios.


Y ya cuando estaba todo listo, daba comienzo la búsqueda del protagonista, el cerdo, llegándose los hombres al cubil o pocilga y con sus grandes y huesudas manos agarraban de sus grandes orejotas al animal y otro introducía el cordel en la boca que el cerdo al gruñir abría, y con un lazo que van tersando queda sujeto el animal. Tiraban de él, e iban empujándole e incitándole a caminar y lo situaban al lado del banco, momento en el que varias personas le agarraban y lo tumbaban sobre el banco, sujetando sus patas y atando con unos grilletes una pata delantera con otra trasera y a la inversa, a la vez que otro con el cordel del hocico lo ataba sobre el banco, y aquel animal con un peso de 15 a 20 arrobas  se sentía impotente y gruñía fuertemente. El matachín, toma en sus manos un enorme y puntiagudo cuchillo bien afilado, precisa el lugar idóneo y lo hunde en el cuello directo a la caja torácica, en busca del corazón, a la vez que otros dos o tres hombres sujetan el cerdo con fuerza, brotando la sangre a borbotones que una señora con una larga cuchara de madera, y un recipiente acurrucándose recoge la sangre, removiéndola para evitar su coagulación, para con ella hacer las morcillas.

Los gruñidos del animal eran tan angustiosos que se oían en todo el pueblo los esténtores de la muerte, sacudiendo virulentamente a los que lo sostenían.

Lo importante se había consumado, era como he descrito anteriormente un espectáculo dantesco que impresionaba a todos, pero especialmente a los niños y jóvenes.

Hecho esto, con pajas largas y secas de centeno, que al hacer la siega en el verano, recogían en un haz que guardaban para este momento, tomando cada uno una manada, la daban fuego y como antorchas, se iban quemando las ásperas cerdas del animal. La piel con el calor se iba desprendiendo del corito en grandes ampollas y con un trozo de teja y un balde con agua templada y con la teja humedecida se frotaba al animal, quedándolo limpio y brillante.

Los intervinientes hacían una pausa, degustaban un pitillo, y una copita de orujo y sin prisa se disponían a la segunda fase.

El matachín, con ayuda de los demás, daba la vuelta al cerdo con la tripa hacia arriba, abriéndole en canal y extrayendo el corazón, las vísceras, bofes, pulmones, riñones, hígado e intestinos, y a fin de lavarlo las mujeres se llegaban al riachuelo con unos baldes teniendo en ocasiones incluso que romper el hielo para poder hacerlo.

Otras mujeres preparaban los ingredientes para las mocillas.

Al animal se le colgaba cabeza abajo, sobre unas escapáis clavadas en algunas vigas, permaneciendo hasta el siguiente día en que la helada lo quedaba tieso y duro.

Se daba cuenta al veterinario, quien valiéndose de unas tijeras de mango largo y curvas, cortaba trozos de solomillo, lo analizaba y si daba negativo a la triquinosis les anunciaba que era apto para el consumo humano.

Como estas faenas duraban tiempo y los días eran angostos el frió intenso y las veladas largas, todos los participantes, mezclados familiares y buenos vecinos, se daban un banquetazo, tomaban vino y orujo y charlaban hasta por los codos.

Al siguiente día se procedía a estazar el animal que consistía en ir sacando los jamones, paletas o lacones, redondeándoles para  quitar el tocino, se pesaban para calcular la sal que había que emplear para sazonarlos, colocándoles en unas maseras o cuencos; luego, las  tablas de tocino, que es el espacio comprendido entre el jamón y la paletilla, que son rectangulares y de ellas se iba quitando la carne para los chorizos, se separaban del tocino los huesos que se adobaban con un mejunje, con ajos machacados en la almidez , la sal, pimiento, un poco de aceite y vino colocándoles en otro cuenco a fin de que bien embadurnados tomaran los ingredientes, y a los pocos días con unas cuerdas de cáñamo se ataban, colocándoles sobre unos varales que se colgaban en el techo de la cocina que con el calor de la lumbre se iban secando y tomando el sabor  del humo.



Algunas compraban carne que mezclaban y hacían una gran chorizada. Todo ello a lo que añadían sal, orégano, y pimienta, lo amasaban con las manos, hasta macerarlo y a los dos días se freían  unas pocas a fin de probarlas, comprobando si estaban sosas, para agregar algo de sal, dejándolas en su punto,

Se retiraban las cuchillas de la maquina, colocando un embudo, se colocaban las tripas en el embudo y al dar la manilla de la maquina salían las guijas y al poco tiempo una tripa de tres o más metros se llenaba. Otra persona iba atando los chorizos de 8 a 10 cm. de largo, dejando longanizas de 30 ó 40 cm. y como la tripa se llenaba de aire, con un alfiler de cabeza negra se pinchaba y salía el aire quedando perfecto.

Los colgaban sobre varales largos y fuerte, teniéndoles al fresco y con las heladas se iban curando.

Unos los iban consumiendo así, y otros los daban una vuelta en la sartén y semifritos los introducían en unas ollas de barro, dentro de la grasa fundida que se solidificaba  y se conservaba perfectamente, y por ejemplo cuando iban a la siega, los sacaban y estaban frescos como el día que les metieron.

Muestro profundo desagrado, con que al cerdo, mamífero paquidermo, con cabeza grande, orejas caídas, geta casi circular con la que hura y remueve la tierra, que en su mayoría son de capa blanca, con unas ásperas cerdas, un rabo delgado y enroscado, sus cortitas patas, al que se le ceba criándole con cariño a fin de que crezca, engorde y en solo dos años alcance el peso de 200kg., que al caminar se contornea y que en todas y cada una de las familias que pueblan el suelo patrio y su profesión es la noble de agricultor o ganadero o de ambas conjuntamente, lo crían y atienden con mimo, (pues desde la prehistoria hasta la actualidad, han alimentado a millones de seres humanos, nutriéndoles de grasas y proteínas y que de él se aprovecha absolutamente todo, desde el hocico hasta el rabo, con agradables y distintos sabores) con tono despectivo se le haya apadrinado con nombres tales como cerdo, guarro, marrano, cochino, puerco y otros más, lo que resulta injusto, es un agravio que entraña ingratitud denotando su supino desconocimiento de este animal, que no es nada de lo que se le llama; a la inversa es lindo, limpio, poco exigente y que de él se extraen, tantas y tan variadas viandas, con sus gustosos y agradables sabores y a nadie conozco que no le guste el jamón, el lomo, solomillo etc.…












                                               CAPITULO VIII

          Como habéis observado, soy un enamorado de las cosas bellas, me subliman, y seducen, me atraen. Su contemplación me ha producido a lo largo de mi extensa e intensa vida, encanto, gozo y placer; mis inquietudes me han llevado, al sucedido que paso a contaros.

          En Canalejas tenía muchos y buenos amigos y entre ellos Tanis que era de Espinosa, quien había asistido a la clase de mi padre junto a mí,  contrajo matrimonio con una joven de este pueblo, llamada Emma ambos agraciados, constituyendo su hogar del que tenían tres hijos de corta edad.

          Emma había heredado de sus padres un capital constituido por la casa, con sus anexos, corral y portalón, el imprescindible huerto de casa, alguna linar y tierras situadas en un paraje bastante distante denominado Pobladura, y en el culmen de la loma,  ascendiendo por una empinada y larga pendiente hacia el naciente, sobre ella asentado el corral o aprisco donde se guarecían los rebaños para pernoctar, que ciertamente era, por qué no decirlo, el más bonito y mejor de los varios que en su cercanía había.
         

          Era cuadrangular, sus tapias o paredes de adobes revocados, con cuatro aguadas hacia fuera y otras cuatro a la inversa, para adentro, cubierto de teja curva, con un cumbrero del cual partían las aguadas a ambos lados.

          En su centro, un patio descubierto, humilde remedo de esos porticados tan lindos de los conventos de clausura.


             Las ovejas, cuando el frio era intenso y las pertinaces lluvias invernales, y el viento arreciaba silbando en aquellas latitudes, dormían todas tumbadas sobre su propio estiércol, las cagalitas convertidas casi en polvo, que producían una ligera fermentación proporcionándolas una agradable temperatura.

             Contrariamente, en esas noches calurosas se tumbaban en el patio central que se encontraba al descubierto y por donde se adentraba el aire fresco, haciéndoles más placentero el sueño.

             En uno de los días de Agosto, que la luna llenaba, coincidiendo con la lluvia de estrellas, concordé con Tanis que le iba a acompañar como pastor de aquel rebaño, desde la media tarde, en una majada, hasta guardar las ovejas en el aprisco llegada la noche.

             Mi buena y santa madre, a la que se lo conté, me decía que si estaba loco  ¡pero quién mejor que ella me iba a conocer!. Me preparó dos hermosos bocadillos de jamón y queso, colocado dentro de unas tapas de pan, de aquellas hogazas de tres kilos, blanco y cocido en el horno de leña, uno para mí y otro para Tanis, a quien ella también conocía, anunciándole que iba a retornar muy tarde a casa a dormir, a fin de que no se impacientaran.

             Tomé una cazadora, por sí más tarde refrescaba, y en la morrala que usaba cuando iba de caza, introduje los bocadillos, una libra de chocolate de la Fábrica de Almanza, de Manuel Mateos, como obsequio para Emma la esposa de Tanis. Como éste era un fumador empedernido, me llego al estanco y compré un cuarterón de tabaco picado, un librito y un mechero de mecha larga y trenzada, que era infalible contra el viento y la lluvia y emprendo el viaje.

             Caminé corno unos cinco kilómetros en la hora de la canícula, cuando el sol se deja sentir implacablemente. Eran entre las dos y las tres de la tarde, no había otra hora más que la solar y llego a la majada en donde me esperaba Tanis, su nutrido rebaño de ovejas con sus corderos de buen tamaño, sus dos perros careas y un bonito cachorro, mastín leonés.

                 Fue un grato encuentro; de inmediato me indica que vamos a una fuente que allí había, y a su lado tomamos asiento.

                 Este lugar era idílico, metidos dentro, en el corazón de la majada, poblada con hermosos y centenarios robles, que sus enormes ramas, cargadas de hojas grandes, aterciopeladas, con un color verde pálido, uniforme, que sus formas se asemejan a unas manos y su peso las abrumaba, doblegándolas que a veces impiden caminar por tocar con la cabeza en ellas.

                 Era una tarde de la primera decena de Agosto, en que el sol, a la hora de la canícula, derramaba luz y calor, pero lo compacto del robledal le impedía penetrar dentro de la majada, en donde la temperatura era agradabilísima.
                      
          Contemplando la fuente de la que brotaba agua cristalina y abundante, naciendo un regato cuyas aguas se deslizaban, abriéndose paso por entre los berros, las pamplinas y el juncal, y más adelante las aguas se deslizaban sobre pedrascales, cuyas piedras habían tornado colores, alguna como el hierro, pues sin duda el agua contiene metales que a través del tiempo las iba coloreando.

          Tras una pausada conversación, tomo la morrala, extraigo los dos buenos bocadillos, uno para Tanis y el otro para mí, ambos gemelos, no dando lugar a su elección.

          Tanis lo toma y con una mirada cargada de ternura, sonriente me dice ¡éstos ¿a qué te los preparó tu buenísima madre?! le sonreí sin chistar y poco a poco los fuimos engullendo, degustando su exquisito sabor y como el jamón nos produjo sed, tirados boca abajo sobre el fresco césped, a morro, bebíamos el agua fresquita de la fuente.

           Las ovejas tendidas sobre el suelo, y a su lado los corderos, somnolientos, dormitaban, es decir, sesteaban con placidez, pero estas siestas, no las alargaban y duraban como hora y media. Desperezándose iban caminando, despacito, sonando las cencerras, y el bocado que una deja, es bocado de otra oveja que su hermana va siguiendo.

               El regato producía un susurro que era bien perceptible en aquel silencio; las palomas torcaces arrullaban posadas sobre los robles; el lindo pájaro carpintero picoteaba en algún roble, sobre su áspera corteza, para horadarlo, haciendo un círculo perfecto con diámetro suficiente para entrar y salir a su través; cuando nos acercábamos caminando despacito, interrumpían su afanoso trabajo,  que durante él adoptaban la verticalidad, asiéndose a la arrugosa corteza, con sus patas y fuertes uñas y apoyándose sobre su larga cola que extendían en forma de abanico; en la campera, orilla del roble se veía el serrín que iban produciendo, que fresco y oloroso semejaba a un aserradero de madera. Son animales muy lindos, con un plumaje de colores fuertes, muy bien definidos, variados y bellos. Nosotros les llamábamos relinchones, pues al volar lo hacen subiendo y bajando en forma de olas y a la vez relinchan, de ahí tal nombre.



             El tiempo se deslizaba sin enterarnos, pero las ovejas con su instinto se percataban de la puesta del sol y de la cercanía de la noche, y ellas solas y nosotros detrás, iban pastando sobre la ladera larga y empinada a la cual pone fin una loma muy extensa y llana, con un suelo acamperado, reseco por el sol y que al caminar sobre él daba la sensación que lo hacíamos sobre una mullida alfombra.

Las ovejas, sin temor a equivocarme, puedo afirmar con rotundidad, que son uno de los animales mamíferos, más glotones, se pasan, desde el alumbramiento del día, en que salen del aprisco, hasta el oscurecer que retornan a él, todo el tiempo comiendo, pastando sin descanso.

En esta explanada había varios apriscos, alejados unos de los otros, pertenecientes a distintos pastores.

El rebaño que caminaba delante de nosotros, llegó al aprisco, situándose todo él delante del portón de acceso, berrando unas y otras a la vez, con nerviosismo, muy inquietas, hasta que Tanis por uno de los laterales se acerca al aprisco, toma la llave que guardaba debajo de una teja, y abriéndose paso por entre el rebaño, abre el portón e iban entrando las ovejas, haciéndolo a la inversa de como lo hacen cuando salen, es decir, perezosas, sin duda llegaban cansadas y agobiadas, por el trajín ininterrumpido de todo el largo día, siendo menester que el pastor las vocee, incitándolas con el cayado y los careas a meterse dentro, y comprobando que no quedara ninguna fuera, cierra con la llave, la cual retoma a su sitio habitual bajo la teja y comenzamos a caminar por la loma.

Anuncio a Tanis que vamos a detenemos porque daba comienzo la aparición en el firmamento de la luna llena.

Desde aquel lugar privilegiado, que yo de antemano había elegido, contemplamos este bello espectáculo. Daba la sensación que la luna estaba muy cerca de nosotros, se apreciaba con nitidez las tres grandes manchas que presenta, que se asemejan a una cara con sus ojos, nariz y boca, diciendo a mi interlocutor, que eran cráteres de meteoritos que en su momento se estrellaron sobre ella.

Su luz es blanquecina y se la puede mirar fijamente sin que dañe nuestra vista.

En este día, la oscuridad de la noche fue muy breve, desde la puesta del sol hasta la aparición de la luna, no permitieron que la oscuridad nos inundara. Tras unos minutos contemplando la luna, anuncio a Tanis, que vamos a observar la Vía Láctea, o Camino de Santiago sobre el firmamento, le voy indicando su situación y de inmediato la vé, diciéndole que está formada por un enjambre inmenso de miles o millones de pequeñas estrellas, que apiñadas dan origen a esa luz tenue y blanquecina, y sin duda de ahí le viene su bonito nombre de Vía Láctea.
Tanis un tanto aturdido me dice: ¿Manolo pero, como tú sabes de esto?, si yo la inmensa mayoría de las noches veo el cielo y no me he percatado de ello!

          “Ahora te voy a enseñar otra cosa, qué es la Osa Mayor y Menor y también la estrella Polar”. Tomo su cayado y mirando ambos al firmamento, le indico donde Se encuentra; “¿ves aquello que parece un carro con sus cuatro ruedas?, pues es la Osa Mayor; mira un poco hacia la izquierda y aquellas tres estrellas que parece tiran del carro, constituyen la Osa Menor; caminarnos un poco para evitar la tortícolis y en efecto enseguida dio con ellas, y para que le creyera me precisó donde estaban. Cuando has grabado en tu retina esto, vamos a buscar la estrella Polar.
          “Ahora que contemplamos la Osa Mayor ve las dos estrellas de la derecha y si entre ellas imaginariamente las unes con una línea recta y la alargas hacia arriba una distancia doble a la que hay entre ambas estrellas, nos topamos con aquella estrella que es de mayor tamaño y su luminosidad más intensa”. Miramos y la ve, indicándole que es la estrella Polar, el Norte de nuestro firmamento; machaconamente le hago mirar y remirar y en efecto la lección la había aprendido.

          Yo que había elegido aquella noche, había observado la lluvia de estrellas, pero nada había comentado con mi amigo.

          Ahora había llegado el momento de explicarle la lluvia de estrellas. Elevamos nuestra mirada hacia el firmamento, y le dije “no te fijes para no distraerte con lo que has aprendido, ahora la mirada dirígela hacia otra parte del firmamento, verás cómo se mueven las estrellas de un lado para otro, zigzagueantes, corren caprichosas y velozmente se mueven, forman como unos fuegos artificiales, o traca, con luz pero sin sonido, a ésto se le llama Lluvia de Estrellas. Este bello espectáculo se produce en la primera decena de los meses de agosto”. Tanis, perplejo me mira y me interroga ¿pero Manolo cómo tú sabes tanto de esto? contestándole que lo habla estudiado y además mi entrañable padre, que a la vez fue tu Maestro, me sacaba al campo y me lo enseñaba al igual que yo lo hago contigo.

               Comenzábamos a descender por una empinada ladera, camino pedregoso, surcado caprichosamente por las aguas invernales, que resultando dificultoso caminar sobre él.

               Abajo como la luna alumbraba, se dibujaba el pueblo de Canalejas, sus tejados, chimeneas y sus angostas calles, pues no existía la luz ni fuera ni dentro de las casas. Tanis me decía, “Manolo ésto es lo que hago todo el año, salgo de casa de noche a ella retorno de noche, pero te imaginas en esas oscuras noches, que son como boca de lobo, con lluvia pertinaz, que corre, se desliza por la zamarra de lana de recental que visto, el gorro, los zagones y las albarcas, todo ello muy pesado e  incómodo, así, una tras otra noche durante los trescientos sesenta y cinco días del año”.

         Escuchando esta conversación, en el silencio impresionante de la noche, su contenido, me caló en lo profundo de mi ser, detuvimos nuestro caminar y mirándonos frente a frente le interrogo que si era feliz; con su tosco lenguaje, su bondad personificada, me contesta con una rotunda afirmación, que era muy feliz, acordándonos en primer lugar, de su esposa Emma, mujer valiosa, cargada de valores a la que amaba entrañablemente y quien con reprocidad le correspondía.

           “De este mutuo amor, han nacido los tres chavales, hermosotes y sanos, y si a ello añadimos, que ahora, que somos muy jóvenes, tenemos esta casa, con su hermoso corral, la cuadra, el gallinero y además alguna linar, un huerto, todo ello a tiro de piedra desde nuestra casa y unas tierras para el cultivo de cereales, trigo, centeno y avena, en un paraje llamado Pobladura, bastante distante del pueblo, no podemos pedir más”

          Tú conociste a mi abuelo y a mi padre y ambos eran pastores, y algún día que los acompañaba, conocía bien a las ovejas, y ello me resultaba placentero, y al casarme en este cercano pueblo a Espinosa, mis suegros, dejaron a su hija, hoy mi mujer, un nutrido rebaño de ovejas saneado, y el corral o aprisco en donde hemos estado, lo que colmó mis deseos, convirtiendo mi profesión en la de pastor, profesión noble y sencilla, y además lucrativa.

          Llegamos a su casa, sumido el pueblo en un silencio sepulcral. Sobre el firmamento aquel enorme disco lunar del que fluía una luz blanquecina, que inundaba la tierra, era todo tan cargado para mí de encantador, novedoso, que en aquella adolescente edad, lo vivía y degustaba, con suma placidez.
        
         La esposa de Tanis, que nos oía charlar y en impaciente espera, abre la puerta y con su candorosa sonrisa me abraza y besa, y a la vez lo hace con Tanis. Nos manda pasar a la cocina en donde tenía unos leños de roble ardiendo, en el hogar bajo la trébede, nos sentamos en un escaño de esos que se baja una mesa, y tras una charla amena, preguntándome de todo y por todos (mis padres, hermanos y a mí como me iba, si cortejaba alguna muchacha etc.)

          Extraigo de la morrala, la libra de chocolate, que mi madre me había dado para Emma, de una fábrica, que había en Almanza de Manuel Mateos, lo agradece e instintivamente, sin pensarlo, va a la alacena, coge una chocolatera, con aquel usillo para removerlo, y con mezcla de agua y leche, prepara unos chocolates espesitos, bien movido y sabroso. Saca de aquella coqueta alacena, que sobre sus anaqueles tenía, las tazas y platos, y saca dos tazones para Tanis y para mi. La invité a que se sentara con nosotros a la mesa, para juntos los tres, en tanto que degustábamos la merienda cena charlar. Emma fue en busca de una bandeja, de aquellas antiguas, redondas floreadas que eran francamente bonitas, la llenó, yo diría la repiló, con roscas caseras, con baño de azúcar, que había aprendido a hacerlos de su suegra Anastasia que era la mujer, que gozaba de la justa fama de hacerlas mejor que nadie, y yo lo pude comprobar con harta frecuencia en Espinosa, pues acudía al horno, cuando las elaboraban.

         ¡Qué sincera y amena era la conversación y qué jugosa la merienda!.

         Pero era obligado ponerla fin, anunciándoselo así, ambos me retienen y cómo no, proseguimos charlando un ratito más, hasta que decidí ausentarme, saliéndome a despedir a la antojana, y Emma me interpeló si al atravesar los Requejos y la Serpenta, que el monte cuajado de matas y robles, no me infundiría miedo, contestándole que no, y así, ellos retornaron a su hogar y yo me voy distanciando de él, a través del camino que conduce a Almanza.

         Atravieso el monte, el cual infundía respeto. Esas misteriosas sombras, que desdibujaban con la luz de la luna formas y figuras imperfectas que te las imaginas en tu mente como reales. Salgo para atravesar el arroyuelo de Los Reales, una pequeña corriente, sobre un terreno pedregoso que había que ir salvando, saltando de piedra en piedra, para desde allí vislumbrar la Ermita de San Roque, ya cercana a Almanza.

         En el cumbrero y soportal de la Ermita, parejas de milocas, conocidas vulgarmente por cornejas, son lechuzas, aves nocturnas, que producían sus clásicos sonidos

Llego a la carretera, en cuyo lado había unas charcas en las que cantando las ranas, sacando su cabeza sobre el nivel del agua y detrás a breve trecho el aprisco en donde dormía un rebaño de ovejas, que también producían desagradables ruidos.

         Penetro en el largo puente Romano, precioso, con muchos ojos y a su través el discurrir de las aguas del Río Cea.

         Me siento sobre un poyo protector del pretil, para saborear la contemplación de la luna llena, reflejada sobre las aguas allí remansadas y a la vez sonando al otro lado del puente, el murmullo de la corriente, que avanza sorteando el pedregal allí existente.

             A ambos lados del puente, contemplaba unas choperas hermosas en la zona por donde se adentra uno en el puente, lugar en donde estaba situados, unos enormes álamos corpulentos y esbeltos, con sus enormes ramas cargadas de hojas plateadas, que pese al sosiego de esta noche, la placidez de la temperatura, esa brisa que caracolea la fronda, produciendo un amoroso y casi imperceptible sonido, y esta conjunción causaba dentro de mí unos sentimientos inenarrables, una íntima meditación que sublima el espíritu y llegando a la convicción, de que toda esta armonía, era obra de Dios nuestro Creador.

             Abandono el petril donde descansaba y prosigo mi caminar, ya dentro del corazón de la villa, ascendiendo por la pendiente calle del Molino, adentrándome en la plaza porticada, sin que en aquellas altas horas de la noche me topara con ninguna persona, aunque sí con algún escuálido canino, de esos callejeros que merodeaban en busca de algún alimento.

              Llego a mi casa, me acerco silenciosamente a la ventana de la habitación en donde dormían mis padres, abro la contraventana suavemente, tomo la llave y vuelvo a tornarla, abriendo la puerta sigilosamente para no despertar a nadie.

             Subo la escalera arriba, me adentro en mi habitación, sin dar la luz, pues me bastaba la luz de la luna que irrumpía dentro, estaba descuajaringado, me tumbo sobre la piltra y de inmediato me duermo como un lirón.

             Aquí termino esta odisea, que yo diseñé y realicé…

           Fue una larga tarde de agosto, empalmándola con una noche de luna llena, metido dentro de la naturaleza, en compañía de Tanis, hombre, como habéis podido observar repleto de bondad, sencillez y ternura y una mujer, su esposa Emma, candorosa, cargada de virtudes, de los que tanto de ellos aprendí.

           La felicidad no se encuentra en el mundanal ruido, ni en los placeres que nos brinda, pero sí se halla en estas vidas silenciosas, honradas, trabajadoras y humildes, que son dignas de imitar.

          Este amigo Tanis, falleció hace años, en edad temprana, dejando aquí grata semilla y una esposa que lo retiene en su corazón, que no es capaz de olvidarle y ahora, cuando ambos raramente nos encontramos, resulta inevitable no derramar lágrimas que brotan de lo hondo de nuestro ser, pues sollozando hablamos de aquello que tanto amábamos y se nos escapó, dejándonos sumidos en un lacerante dolor, pero recobrada nuestra perturbada cordura, proseguimos charlando, recordando y añorando tiempos pretéritos, deduciendo conclusiones a las que nos conducen nuestras aferradas creencias religiosas, y Emma y yo coincidimos en que no tardando nos uniremos en el cielo, ella a Tanis y yo a Marina pues tenemos la plena certeza, que a ambos nos esperan allá arriba, pues nadie mejor que nosotros conocimos a nuestros respectivos cónyuges, tan buenos, tan sencillos, y tan humanos, circunstancias todas que nos refuerzan cuanto ya he expuesto.




CAPITULO IX


               Deliberadamente me he reservado, para finalizar esta narrativa, a modo de traca, dando paso a relataros cuanto de historia alberga esta Localidad.

               Me he afanado, en buscar alguna leyenda, en Cartularios, escritos, etc., para en sus fuentes adquirir conocimientos veraces en que sustentar, este vehemente anhelo de relataros la historia de este pueblecito y sus aledaños, que ciertamente la tienen.

               Pero ello no es óbice para negar, o no aceptar su historia, que es evidente que la tiene, valiéndome de hechos que palmariamente lo denotan, así como también de la transmisión que a través de varias generaciones, se han venido conservando y aún laten en la actualidad, y valorando su conjunto, aplicando una correcta lógica, concatenando todo ello, puedo casi afirmar, hechos y sucedidos que paso a narrar.

           El corazón del pueblo lo constituye una plaza triangular, en la que convergen las principales arterias viales y en su centro, un edificio Rectangular de dos plantas, en la baja-derecha se encontraba la escuela mixta y sobre ella la vivienda del Sr Maestro Abundio Álvarez.
   
            En el bajo-izquierda, se ubicaba la Secretaría del Ayuntamiento y el Juzgado Municipal, con la Oficina del Registro Civil y en la Superior el archivo y el Salón de Plenos.
               Todo a lo largo del edificio, en su frente, al naciente, unos pequeños soportales, sostenidos por cuatro columnas de madera, y sobre ello el tejado, a una sola aguada, que era de gran utilidad, para guarecerse de la lluvia o nieve los niños y niñas durante el recreo amén también las personas que acudían al Ayuntamiento y Juzgado.
               La calle que de allí parte dirección Este nos conduce a la Iglesia Parroquial, que a breve trecho se halla, cuyo templo fue construido en dos épocas distintas; en la primera su torre de 1718, de forma cuadrangular, amplia y bonita; toda ella de piedra labrada  muy bien conservada. En la actualidad ha sido iluminada y durante las noches, la luz se derrama por sus troneras, y produce un aspecto muy agradable. En todo su derredor se aprecia una franja saliente que le da viveza.

                Elevándose nos encontramos con unas amplias y hermosas troneras, remarcadas en arco y en su interior unas grandes campanas de bronce, con sus fornidos badajos y cada una con sus mazas para facilitar el volteo, que lo utilizan en eventos importantes.

             En este pueblo, como acontecía en los demás, había vecinos especializados en el arte del repique de las campanas, cualidades éstas que se iban trasmitiendo de unas a otras generaciones.

                 Estos variados repiques eran el medio usual y eficaz anunciador de los diversos eventos, tales como el de un incendio en el pueblo o sus parajes, que era un toque de arrebato. En otros anunciaban el fallecimiento de algún vecino, con un sonar lánguido, lento y pausado; en las solemnes fiestas, comenzaba y finalizaba con un repique rápido y alegre y en medio de ambos un fuerte volteo con un sonido atronador y penetrante, que lo hacían con tal precisión que cuando una campana subía, la otra bajaba y con destreza y habilidad, aquellas lenguas metálicas lograban un volteo perfecto, que hacía vibrara las gentes que procesionalmente sacaban en andas, las imágenes cuya festividad celebraban.

              Estos toques eran oídos con nitidez, en el pueblo y su extenso término municipal, y los labriegos en las besadas, los pastores en las majadas y las mujeres lavando en el río o la fuente, al percatarse de que el sonido anunciaba la muerte de algún vecino, se detenían en sus respectivas faenas y los hombres retiraban las boinas de sus cabezas, se descubrían y en posición orante, cada uno a su manera, rezaba por el alma del finado; era tal la humanidad y solidaridad de unos para con los otros, que cuando esto narro se escalofría mi cuerpo, pienso que estas acendradas costumbres han quedado relegadas al olvido.


                
                 Esta sobria torre la cubría un tejado a cuatro aguadas, poco puntiagudo, y para darle esbeltez  la cubrición con teja curva roja, aunque su color se ha convertido en un manto de verde musgo que a ellas se ha adherido con el paso del tiempo. En su convergencia una cruz con su veleta que giraba movida por el viento determinando su dirección.
                 Asentado sobre este tejado, las cigüeñas habían construido un nido de grandes dimensiones, en forma circular perfecta, y es el mayor y más bonito que a través de mi larga vida he contemplado.

                 Las parejas de cigüeñas, llegan a la Península, por San Blas y se ausentan en la última decena de agosto.

               Todas lo hacen con una escrupulosa puntualidad y cada pareja a su ancestral nido, y a su llegada, tras posesionarse de su habitáculo al igual que hacemos los humanos cuando vamos de vacaciones, lo primero es limpiar, adecentar y retocar aquello que encontramos deteriorado, y esta pareja, (censada en Canalejas), era trabajadora y hacendosa, tenía un gran sentido de la estética, a la inversa de los moradores. Yo que he podido contemplar en múltiples ocasiones como aquellas parejas buscaban por los aledaños del pueblo, palos, zarzas, espinos, blimeas, que en sus largos y robustos picos llevaban, para acomodarlos, poniéndolos en orden en el nido, logrando mejorarlo, pude en una ocasión degustar el bello espectáculo que la pareja portaba en sus picos, una larga blimea, que daba la sensación que volaban como uncidas al yugo.

               Todos sabemos la enorme diferencia existente entre los seres humanos, pues lo mismo acontece con las cigüeñas.

               No me es dable consultarlo con el entrañable desaparecido Félix Rodríguez de la Fuente, que poco antes de su accidentada muerte, escuché una de aquellas charlas emotivas, que con su verbo repleto de conocimientos, ponía de manifiesto la disminución de estas entrañables aves, y ahora, que han transcurrido varios años, se de la paradoja que se han multiplicado extraordinariamente, de ahí, que aquellas parejas que poseen su nido a él retornan, pero las otras buscan afanosas lugares idóneos para construir un nuevo nido y no sé si es la premura, o alguna otra circunstancia, es lo cierto que en cualquier árbol, algún saliente de la torre o espadaña, en donde ya existe otro, construyen un nido ridículo, carente de estética, colocan en desorden unos cuantos palos, tras la cúpula, ponen los huevos e incuban, sacando sus encanijados cigüeñinos, que sufren la torpeza de sus progenitores, y como son aves zancudas, que antes de lanzarse al vuelo, pasan mucho tiempo haciendo ensayos y piruetas, y cuando raudas se lanzan al espacio en ese hermoso vuelo, al retornar al nido, no caben los padres y los hijos. Son mini pisos, como los que nos aconseja hagamos nuestra ministrilla de la Vivienda.

               Las cigüeñas son aves zancudas de las familias de las cicónidas, son aproximadamente de un metro de altura, de cabeza redonda, cuello largo, cuerpo blanco, alas negras y patas largas y rojas, lo mismo que el pico, el cual crotora, sacudiendo rápidamente la parte superior sobre la inferior, produciendo a la vez que lo elevan hacia el cielo, un fuerte y traqueteante sonido que se expande a lo lejos, anunciando en la alborada el alumbramiento de un nuevo día.

               Este ave, de las llamadas de paso, anida en las torres, espadañas y árboles, alimentándose de reptiles, sabandijas, ratones, topillos, etc.
              
               Al macho se le llama cigüeño y a las crías cigüeñinos.
    
               La cigüeña es un animal gracioso y  confiado que ama la compañía del hombre; nidifica sobre la torre y desde esa privilegiada atalaya, domina las casitas que acurrucadas bajo ellas, dan la sensación de proteger.

              Dícese que en los sitios en los que construyen sus nidos se los considera de suerte, paz y tranquilidad. Son muy andarinas y durante el día pasean juntas en pareja en los humedales, charcas y en todos aquellos lugares más idóneos en busca de alimentos, para ellas y para llevar a sus crías.

               Dan una nota de belleza, pues las miradas se topan con ellas en todos los parajes de la Península, con excepción del Norte, a donde no llegan, y por tanto los habitantes de esta zona cantábrica se ven privados de la contemplación de estas bellas y elegantes aves.

               Existe una variante de esta especie, toda color negro, pero son muy poco frecuentes. Yo las he visto en raras ocasiones.

               Las cigüeñas son monógamas y ambos cónyuges permanecen mutuamente fieles durante toda su vida. ¡Que jugosos ejemplos debemos extraer de ellas!.

               Tras los éxtasis amorosos, la hembra pone de tres a cuatro huevos, cuyo diámetro medio es de 71 x 50 milímetros, color blanco y cáscara frágil, incubados por la hembra, aunque con la abnegada ayuda del macho. La madurez sexual se alcanza a los cuatro años, pero algunas son precoces y a los dos, forman pareja y constituyen su nido.

             Tras la eclosión del huevo, los pequeños nacen muy atrasados, sin la elegancia que caracteriza a sus progenitores, y escasamente cubiertos por un plumón blanquecido. Están desangelados, son feos y hasta repelentes a la mirada.

          Son aves nidófilas, que permanecen largo tiempo en el nido, pues necesitan de sus padres, que les defiendan de sus enemigos y hasta de las inclemencias del tiempo. Han de transcurrir más de dos meses para que se puedan sostener sobre sus patas y algo más para que comiencen a volar.

          En la última decena de julio o primera de agosto, desaparecen las cigüeñas de sus nidos en España. Quedando algunas rezagadas, hasta casi finales de agosto y de forma esporádica, algunas se quedan en la Península.

          El gran filósofo y naturalista griego Aristóteles, escribió en el S.III a.c. una deliciosa historía, sobre una cigüeña adultera.

          Hasta poco tiempo atrás, no era extraño oír de labios de campesinos y pastores, innumerables relatos, sobre las cigüeñas, que se sometían a su propia justicia, así como leyendas, más extendidas sobre pretendidas misiones de estas zancudas.

          Permitidme que os narre, uno muy tierno y entrañable, sucedido en este pueblecito de Canalejas.

          Al ladito del nido de cigüeña antes referenciado, vivía un matrimonio con sus dos vástagos, el mayor se llamaba como su abuelo paterno, Andrés y tenía poco más de tres años, y el menor, de dos, se llamaba Emeterio como el Párroco de esta localidad.

          Era un humilde hogar, repleto de amor en que el matrimonio y aquellos frescos y lindos niños vivían.

          La madre alumbra a su tercer hijo, una niña, que era lo que el matrimonio anhelaba.

          Era linda y hermosa, rubita y con ojos azules, y sus facciones perfectas, remedo de su abuela paterna. Esta tomó de la mano a sus dos nietecitos y los llevó a la alcoba en donde yacía sobre el lecho su madre, que en su regazo arropaba, transmitiéndole calor y amor a la recién nacida.

          La alcoba era lúgubre, la cama de hierro fundido con unas filigranas metálicas doradas. Era muy alta y además le servía de mullida un grueso colchón de lana, poco antes lavada y espolvoreada al sol, y aquella abuela que además de rezumar ternura era linda con una hermosa cabellera rubia y unos expresivos y azulados ojos, sube uno tras otro a sus dos nietecitos, a fin de que conozcan a su hermanita. Saltarines y alocados trepan sobre la cama acercándose a su madre, y ésta sonriente, destapa a la niña para que la vean y estáticos, con unos ojazos como platos, dirigidos a su hermanita, quedan como acomplejados, y la madre de los tres, ufana, se les acerca y les interroga sobre que cómo la ven, momento en que da comienzo a hablar el mayor y balbucear el menor, mostrando el deseo de besarla y lo hacen uno tras otro muy cuidadosamente; Andrés dice a su madre, “¡qué hermana tan guapa nos has traído!”, la ven sonrosada, sus cabellos dorados y aquellos ojitos que apenas se abrían, azulados y su boquita que se semejaba a un capullo de rosa.

         Era una bella estampa, pero la inocencia del hijo mayor, hace a su madre, la siguiente pregunta, ¿dónde te hiciste con ella?, contestándole con la sonrisa en los labios y el niño con avidez y con la respiración entrecortada por la emoción la escucha.

         “Pues esta mañana, al alba, la cigüeña descendió del nido, dejando a sus dos cigüeñinos al cuidado de su padre, toco en la ventana, se la torné y en su hermoso y rojo pico, tapadita con un pañal a la niña me entregó”.

         En esta escucha Andrés, irrumpe a su madre diciéndole. . . “¡qué buena era la cigüeña”, que él la quería mucho, pero mucho más quería a su hermanita, añadiendo que cuando se lo contara a sus amigos  envidia les iba a dar; cuando creciera jugaría con ella y la acompañaría a la escuela!.

           La abuela toma a los niños y los apea de la cama dejándoles sobre el suelo, y éstos antes de salir de estampida a la antojana preguntan que cómo se va a llamar, y es aquí, cuando la madre de la nena y su abuela paterna establecen un breve diálogo y en él, ambas pactan que como habían puesto al hermano mayor Andrés, como su abuelo materno, ahora a la niña, era justo ponerle Rosa como a ella, y la madre lo asume con complacencia y ambas en un gesto de calidez y ternura se funden en un abrazo, se apretujan una contra la otra, besándose y al unisonó lo hacen con la hija y nieta, cada una en un moflete, y aquella alegría incontenida hace brotar en los ojos de ambas, unas gruesas lágrimas, que eran como perlas brotadas de lo más profundo de su ser, que discurren por aquellas encendidas mejillas, regando a la vez los ensortijados cabellos de la niña y por su sonrosadito rostro, semejando todo ello el bautismo de socorro a la neonata, consolidando así el nombre de Rosa de forma indeleble.

           No quería dejar en el olvido, este hermoso nido ni a las cigüeñas, excediéndome en su narrativa, que es curiosa, en su mayor parte veraz y todo ello se integra dentro del conjunto de la historia de esta localidad.


CAPITULO X


           En la calle de la iglesia, donde ésta se sitúa, al otro lado y casi frente a la misma, se encuentra un edificio, de tamaño normal, forma rectangular, dando su fachada principal a esta vía pública.

           Este edifico fue construido en el año 1.754; su construcción es de canto rodado, con una puerta situada en medio de la fachada, por la que se accede al edificio.

           Consta de dos plantas, en la inferior la puerta y en la superior encima de ésta un pequeño balcón, y en el medio un escudo de piedra esculpido, “en el año 1.754”, y una figura que semeja a una palmatoria, de aquellas antiguas, con un mango alargado.

           En la planta baja existe un túnel o pasadizo bajo tierra, que se comunica con el edificio que fue Convento de los Padres Benedictinos. Años más tarde fue abandonado por éstos, revirtiendo al Obispado de León que lo dedicó a Casa Rectoral, y poco tiempo atrás ha sido vendido a un arquitecto que pretende restaurarlo, e ignoro con que finalidad.

           En las fotos podéis contemplar ambos edificios y ello me libera de describirlos.

           El fundamento de estos dos emblemáticos edificios, próximos entre sí, y comunicados subterráneamente, voy a intentar, demostrar, si posible me resulta hacerlo, de forma que concatenando todo ello, se pueda extraer deducciones que se acerquen a la realidad.

           Forzoso resulta retrotraerlo al s. X, en el cual se produjo la gran hecatombe realizada por los árabes, asediando Sahagún de Campos (León), destruyendo parte de los conventos e iglesias a fuego, asesinando a los frailes o monjes de la Orden Benedictina, que en esta localidad abundaban. Posteriormente fueron restaurados y en la actualidad podemos gozar de su contemplación pues son muchos y hermosos los monumentos históricos asentados en esta localidad.


           Motivado a ello, los monjes de San Benito, huyeron los que tuvieron la posibilidad de hacerlo, en dirección norte, orientados en la oscuridad de la noche, por las aguas del rio Cea, en dirección opuesta a la corriente, llegándose, a la Villa de Cea, distante 11Km. , al norte de Sahagún.

           En Cea, sobre el río que lleva este nombre, existe un hermoso puente, construido de piedra de mampostería, con muchos ojos, por donde discurren las aguas. Es un puente romano exactamente igual al existente en Almanza, ambos muy bien conservados.

           En Cea, la Villa, sobre un elevado altozano cercano al río, existe un castillo cuyas ruinas denotan su importancia y calidad de construcción que se muestra majestuoso y desafiante, no pudiendo las miradas ocultar su curiosidad topándose con él.

           Intuyo que los monjes Benedictinos, personas cultas y repletas de sabiduría, allí, alejados del peligro de los Árabes, intercambiarían ideas, y con veracidad, sabemos que un reducido grupo, capitaneado por Guillermo, Abad del Convento, se llegaron a Peñacorada, en Cistierna, (León), con un altitud de 1.835 metros y 548 metros de la base, en donde existe una cueva, en la que Guillermo y los anacoretas que lo acompañaban, se introdujeron , estableciendo allí su habitáculo, haciendo vida monástica y orante.

           Este lugar dista de Sahagún 55 Km., se ubica en una agreste vegetación alimentándose de frutos del campo y caza. Concienciados ahora plenamente que el peligro se había distanciado, concordaron ascender Peñacorada, y al Noreste, en una empinada ladera, boscosa e impenetrable, construyeron de piedra alargada, un bonito Santuario, al que pusieron por nombre Nuestra Señora de los Valles, pues allí convergen multitud de vallecitos, con sus lomas, sus majadas pobladas de robledales, logrando expandir la popularidad de aquella Virgen, acudiendo multitud de personas que procesaban el amor y fervor a tan cariñosa madre.

           Esta boyante situación perduró durante varios años, pero lo inexorable del tiempo, logró envejecer a los monjes y uno tras otro, fueron muriendo siendo el último el Abad Guillermo, más tarde elevado a la santidad, habiendo sido sus restos inhumados en el santuario de Nuestra Señora de los Valles; en fechas pretéritas el Señor Obispo de León y el Párroco de la Mata de Monteagudo llevaron a cabo el traslado de sus restos, en donde actualmente yacen, en el impresionante y bello santuario de la Virgen de la Velilla.

           Todo ello es verídico pues he podido extraerlo de escritos fehacientes, amén de haber comprobado in situ todos estos escenarios.

           Dando un quiebro, voy a contar lo acontecido al otro grupo de monjes, más nutrido que el anterior que en Cea se bifurco, tomando rumbo hacia el norte, por el Valle de Riocamba, instaurándose en Canalejas, construyendo previamente el Convento, hoy llamado el “Palacio”.

           Si ascendemos por la empinada calle de la iglesia, donde ésta converge con la del calvario, en sentido perpendicular hacia el norte, como enclaustrada entre del Palacio y Cárcel, totalmente recta, se encuentra la calle del palacio (Situado en ella, contemplando este edificio me veréis en la fotografía).

           Al final nos topamos con una pequeña plazoleta de la que parten varios viales.
           Guardando línea con el Palacio, se encuentran un edificio emblemático, hallándose medio de su amplia fachada un arco redondo, de piedra de sillería, y a su lado en plano superior, dos escudos, que no me ha sido posible descifrar. Los veréis en la foto pero EMERENCIAMO propietario de  dicho edificio, me sugiere, que allí estuvo doña Urraca en algunas ocasiones.

           Todo ello, su existencia, nos denota, que podemos integrarlos, dentro de la historia de esta localidad, y así lo hacemos.

           Es igualmente cierto que la Orden de Benedictinos, gozaba entre sus miembros, de Arquitectos y Constructores, y así lo evidencia que ellos, diseñaron y construyeron este noble edificio, amén de los majestuosos, arcos, templos, conventos, construidos en Sahagún.

           Casi con certeza, puedo afirmaros que estos monjes, cumplidas sus dos misiones, la primera las medidas que adoptaron forzosos para evitar sus muertes, y la otra, una vez cumplida su misión en Canalejas, de la que luego hablaremos, expulsados los árabes, retornaron a su anterior monasterio en Sahagún, restaurando el mismo, ejerciendo su ministerio bajo la regla de San Benito.

           Me ha parecido más oportuno dejar en suspenso, lo que aconteció en Canalejas, que es a lo que mi relato se refiere, y ahora que creo haberos situado, en un contexto, que poco o nada puede diferir, de la escueta realidad, retorno a Canalejas, para rematar la historia que en ella se alberga.


           No es menos verdad que los árabes, de manera esporádica, al descabezarlos en Sahagún, también huyeron y a través de los valles y montes, quizá desorientados e inseguros llegaron a Canalejas y es evidente que antes y después de este lugar, se entablaron luchas fratricidas. Eran tenaces y rudos, y en este pasado verano, en un Suzuki Vitara, mi buen amigo Tomás, me llevo a los montes cercanos, por el sur a Canalejas en donde se aprecia, de forma palmaria, la existencia de trincheras, cavadas sobre el terreno.

           Las luchas intestinas, se sucedieron y los cristianos, hacían prisioneros a los árabes, encarcelándoles en la cárcel de la que antes he hecho merito. Los condenaban a la pena capital, ejecutándolos pronto, de ahí que la cárcel se comunicara con el convento a través de un túnel, y a los condenados a muerte, les concedían el privilegio de poderse confesar. A los que mostraban este deseo, les llevaban a través del túnel, y como la oscuridad les impedía caminar, llevaban encendida la luz de una palmatoria (que aparece en el escudo), un monje les impondría el Sacramento del perdón, y acto seguido eran trasladados a un lugar existente tras la iglesia, conocido como “la horca”. Este verano, en compañía del tío Emerenciano con una edad que raya los 100 años, y otro igualmente longevo, visitamos ese terreno diciéndome que ellos habían conocido unas vigas enterradas sobre el suelo en sentido vertical, algo distantes una de la otra, uniendo ambas otra viga de la cual colgaba la soga y con una lazada, la ataban al cuello del ajusticiado, elevándole hasta que espiraba, luego lo descendían e inhumaban en el campo santo allí cercano.

           Mi intuición me lleva a pensar que esos pocos árabes, iban perdiendo todas las batallas y se dispusieron a huir de aquel escenario, lo que hicieron por el naciente hacia el norte, por el Valle de Riocamba, y a través de la VALLEJA DE LAS BATIDAS se situaron en el, en medio de las localidades de las dos Calaveras, y allí a la desesperada se libraron unas encarnizadas batallas, que se espaciaban en el tiempo, luchando cuerpo a cuerpo, con una virulencia, y a los que por extenuación, exhaustos caían sobre el suelo, los remataban. Dícese que aquel terreno quedo sembrado de cráneos o calaveras.

           De ahí devienen los nombres de Calaveras de arriba y Calaveras de abajo.

           Aquí finiquitamos los hechos, la cárcel quedo obsoleta perdió su cometido y años más tarde paso a propiedad privada y está muy bien conservado el edificio como podemos observar en la fotografía, pero tuvo la errónea idea de cargar sus paredes con mortero de cemento, perdiendo el encanto y la viveza histórica que antes tenía.



CAPITULO XI


          Voy a narraros otro hecho novedoso, real, del que apenas se habla de él

          Si salimos del casco urbano de Canalejas y lo hacemos a través de un camino, que allí se inicia dirigiéndose hacia el Sur, camino al principio en pendiente, con pronunciadas curvas, muy pedregoso, a corto trecho nos adentramos en el monte, que es una mata de robledal, y lo hacíamos en un Suzuki Vitara, biplaza, pilotado por mi buen amigo Tomás, el del Picón, persona entrañable, nato montaraz, pues se pasa todo el día  inmerso en el monte, dentro de la bella naturaleza. Es candoroso, posee una gran agilidad mental, parco en palabras, repleto de conocimientos cinegéticos, su color es moreno tostado, caldeado por las inclemencias adversas del tiempo.

           Llegamos a una extensa laguna, llamada “Laguna de Cabrigüela” deteniendo el vehículo, y silentes, observábamos plácidamente aquel bello escenario.

           En la época estival, beben agua los rebaños de ovejas, se bañan los corzos y venados, así como también las manadas de jabalíes, que portadores de piojos y otros parásitos, se enfangan sobre el lodazal, chapoteando y si nada ni nadie les inquieta, lo pasan a lo grande.
           Algunas parejas de alavancos, se deslizaban surcando el agua, con su esbelta postura, y su variado plumaje e intenso en su colorido. Las bravas palomas torcaces con ese susurro, se posaban en los robles, para luego lanzarse a beber agua. Tomás me contaba, que escondido tras un juncal y espadañal, un día hizo acto de presencia un joven corzo, al que observo con su mira telescópica, colocada sobre el rifle, y su figura no le agradó pero poco después, llegó otro, más vital, una elegante estampa, que al verle el anterior, salió de estampida , sin duda porque le tenía respeto. Tomás, al observarle le complacía todo él y apuntándole con el rifle y su mira telescópica, le disparó  cayendo muerto.

           No voy a obviar, que este amigo, en su casa en Almanza tiene decenas de cabezas con sus cuernas disecadas, con una placa de bronce con la fecha grabada; amén de una cabezota enorme de jabalí, con sus retorcidos colmillos, así como fotografías en color, de gran tamaño, enmarcadas todas con escenas cinegéticas, al final de alguna cacería, mostrando los trofeos cobrados, y él con sus compañeros sonrientes y ufanos.

           Nos desperezamos, y nos ausentamos de aquel lugar, caminando hacia el sur, saliendo del robledal a una enorme campera reseca en donde sobre su suelo crecen esos abrojos, que se asemejan a unas pequeñas sombrías, cargados de bolitas llenas de punzantes espinas, y allí estacionamos el vehículo nos apeamos y caminamos, sorteando esos abrojos, para lo que hay que seguir unas pequeñas sendas que han marcado los rebaños de ovejas, y así llegamos al final de esa enorme planicie, desde donde se contemplaban, Almanza, con su torre albarrana, Castromudarra, Villaverde y Arcayos y en medio, la carretera de Sahagún a las Arriondas , y próximo a nosotros, el rio Cea, unas choperas, las del Picón, con una extensión de unos 100.000 metros cuadrados, sanos, de buen tamaño, presentando una fronda verde colocados en amplias calles, para por ellas, con un tractor pequeño, poder arar, limpiar y abonar. El río Cea llegaba a bajo donde estábamos situados, con unos cárcavos, cortados en verticalidad, de mucha altura, es decir desde arriba, situados como en una atalaya que nos permitía contemplar aquel bello paraje.

           Allí, donde estábamos situados, las aguas torrenciales durante los inviernos han ido adentrándose en la campera, hasta 12 o 14 metros, motivando ello la desaparición de un cementerio, que allí existió, y a su lado una pequeña ermita, dedicada a la advocación de Santa Colomba. Todo ello, desaparecido, pero que permite observar vestigios que lo denotan, trozos de teja árabe de la que recogí algunos pedazos, que eran más imperfectas, que las que actualmente conocemos.

           Al irse desmoronando los cárcavos, han arrastrado hasta el fondo huesos humanos, y hace no muchos años, arriba apareció un cráneo humano, y el sargento de la Guardia Civil de Almanza, acompañado de dos números, pertenecientes a la brigada de investigación criminal, se encontraron allí para en una maleta recogerlo a fin de analizarlo posteriormente, pues pensaban, que podrían haber matado a alguien allí. Tomás, que en sus correrías por allí pasaba, era amigo del sargento, diciéndole que era lo que hacían, les explico que allí había habido un cementerio y suspendiendo su trabajo se ausentaron.

           Como veis la ermita de Santa Colomba y el cementerio próximo a ella, existieron y han desaparecido.

           Pero hay más: abajo, entre este talud y el río Cea existe una vega, llana, no muy extensa, llamada Pobladora, y allí existe un molino harinero, llamado también el Molino de Pobladura, lo que denota de una manera irrefutable, que en esa vega, existía un pueblo, que debía ser pequeño y que desapareció.

           A este pertenecía el cementerio y la Ermita de Santa Colomba, todo ello ubicado en el municipio de Canalejas.

           Y esta afirmación la hago tras haber estudiado todos los molinos existentes en el río Cea y apreciando que ni uno solo no está en la orilla del pueblo recibiendo el nombre del mismo es decir Molino de Villaverde, Molino de Pobladura, Molino de Almanza, de Mondreganes, etc.

           Creo que ahora habéis quedado convencidos de que ello existió no muchos años atrás y ha desaparecido.



Capitulo XII

Representación teatral, al aire libre


           Finiquitada la época de la recolección de los últimos frutos lo que acaecía durante los meses de septiembre y octubre, en que los días se acortan y consecuentemente las noches se alargan, los jóvenes, mozos y mozas a los que se unían algunos niños, con verdadero empeño noche tras noche, ensayaban la obra de teatro, para más tarde representarla en escena, lo que hacían en un amplio portalón cubierto, sobre un templete cuya base de tarima, cubrían con alfombras, y en sus cuatro costados,  con las colchas más vistosas, que aportaban los vecinos que las tenían.

           Eran de seda, colores fuertes, con lindas figuras: pavos reales, corderos y zagales, paisajes campestres, que decoraban el escenario, dando al mismo cierto encanto, muy acorde con la obra a representar, que era la vida de Santa Genoveva de Brabante.


           Yo ignoraba la vida de esta Santa, y ahora para escribir este relato, me he sentido obligado a estudiarla, la cual me ha prendado, pues ciertamente su vida constituyo a través de un cúmulo de sucedidos, todos ellos rebosantes de ternura y calidez, y lo que aun más me causa pasmo, saber que en este pueblo se conociera y representara en teatro, la vida de esta linda joven, porque además de ser linda y conmovedora, conllevaría a sus actores realizar un ímprobo esfuerzo.

           No quería obviar este hecho, pues es uno más de los que vengo exponiendo, y tras una exégesis concienzuda, he logrado desvelar el cómo y el por qué de ello.


           Resulta paradójico que en este pueblecito, sin hoja parroquial, sin prensa, ni radio ni televisión, de la que carecían en aquellas épocas, conociera con detalle y precisión, la vida de una Santa, alemana, llamada Genoveva, concienciándome de que el Párroco Don Emeterio, que disponía de una vasta biblioteca, entremezclándose en sus estantes libros diversos y abundantes biografías, de un sin fin de Santos, cuyas lecturas, le permitían articular y pergeñar sus homilías.
                                                                                                             
           Este buen Sacerdote, sin lugar a duda, poseía la vida de Santa Genoveva de Brabante y quedaría tras su lectura prendado de esta joven, linda y rebosante de calidez y ternura, cosa que también a mí me ha sucedido, dándola a conocer a sus feligreses, no solo con la finalidad de que la conocieran y de ella pudieran extraer haciendo suyos aquellos valores morales que poseían, sino también par mostrárselas al público, en forma de teatro. Así se iban inoculando a todos los vecinos, hombres, mujeres, ancianos y niños, que desde los pueblos circundantes, Calaveras de Arriba, Calaveras de Abajo, Espinosa, Mondreganes y Almanza, que acudíamos en nuestra juventud, a presenciar el teatro, en el que se representaba a esta Santa.

           Esa hermosa joven era conocida como la Aurora del Evangelio.

           Hace muchos siglos, vino al mundo Genoveva hija del Duque de Brabante. Toda su infancia rebosaba candidez y ternura.

           Al cumplir 18 años, era la imagen acabada de la inocencia y la hermosura.

           Se prendó de un valiente y apuesto caballero, que era el Conde Sigifredo, contrayendo matrimonio, que bendijo el venerable Obispo Hidolfo.

           En la foto, sentada sobre un taburete, vemos a Genoveva junto a su madre hilando.

           Al salir de casa de sus padres, con su esposo Sigifredo, para ir a vivir con éste a su Palacio, la despedida fue sorprendente: sus ancianos padres, los Duques de Brabante, al ser su única hija, la dieron tan sabios y morales consejos, e hicieron prometer a Sigifredo, que amara a la pobre niña y fuera para ella el padre y la madre de los que habría de carecer en lo sucesivo.

           Así lo prometió el conde quien arrodillándose al lado de Genoveva, recibieron la bendición paterna, haciendo acto de presencia el Obispo que había bendecido su unión, éste era un venerable anciano, de cabellera blanca, quien también les dio su bendición, diciéndoles aunque dirigiéndose particularmente a Genoveva “”no lloréis noble Condesa, Dios os tiene reservado, una inmensa dicha, aunque por caminos muy distintos de los que podéis imaginaros al presente….””

           El Conde residía en un castillo , denominado fortaleza Siegfridoburgo, situado en un bellísima paraje entre el Mosela y el Rin  en Alemania, a donde llego acompañado de su joven esposa, a aquellos esperaban, sus sirvientes y vasallos, ataviados con sus mejores galas. La amplia portalada del castillo, estaba adornaba con verdes follajes y esplendidas guirnaldas.

           Todas las miradas estaban fijas en Genoveva, tenían curiosidad por conocer a la que sería su nueva señora.
           La belleza del alma de Genoveva, asomábase a su hermoso rostro, cuya angelical expresión conmovió a los circunstantes.

           Genoveva y su esposo vivieron durante algún tiempo en medio de la mayor ventura, la cual solo duró algunas semanas.

           Cuando Sigifredo presentó a todos a su joven esposa les anunció que a ruego de ella, iba a doblarles el sueldo a sus soldados, el salario a todos sus sirvientes, liberándoles de pagar arrendamiento y a los pobres que no mendigaran, recibiendo un espléndido regalo en granos y leñas.

           Aquella escena se convirtió en lágrimas de gratitud.

           Esta venturosa luna de miel, fue turbada por el inesperado anuncio de la guerra en que los moros de España habían invadido Francia, dedicándose toda la noche a hacer sus preparativos, para salir a campaña. Genoveva, con un sufrimiento lacerante, no obstante colaboro eficazmente, a que todos cenaran, prepararan sus ropas, sus macutos, fueran ensillando los corceles, tomaran sus armas y se lanzaran al campo de batalla.

           Previamente Genoveva tomó la espada y la lanzó entregándosela a su esposo diciéndole “emplea estas armas por la Gracia de Dios y de la Patria; sirvan ellas en tus manos solo para proteger al inocente y de espanto para los viles y arrogantes infieles”.

           La desventurada exclamó, cayendo sobre los brazos de su esposo “¡ah, Sigifredo! ¡Acaso no te vuelva a ver jamás!” Y cubría sus ojos con el blanco pañuelo que empapaba con su llanto.

           “Consuélate, amada Genoveva, volveré sano y salvo pues Dios me protegerá”, le contestó él.

           Subió al torreón y desde allí visualizaba a su esposo y las huestes que le acompañaban y ambos enarbolando sus pañuelos, se despidieron hasta perderse a lo lejos.

           Desde ese momento Genoveva vivía en el mayor aislamiento, retirándose en lo más solitario del castillo. El sol al iluminar con sus primeros rayos los bosques de abetos, sentada junto a la gótica ventana, sus lágrimas, como otras tantas gotas de rocío, bañaban las flores del bordado en que trabajaba.

           El intendente del conde, a quien este le había confiado de todos sus bienes, y muy encarecidamente la protección y el cuidado de su esposa (¡craso error!.... pues este apuesto señor se llamaba Golo, comenzó a vestirse con gran boato) se ensoberbeció, tratando con desprecio a todos sus sirvientes, dando la sensación que el palacio y su contenido iban a ser para él.

           Es ahora, cuando Golo enamorado de la joven condesa, la hace proposiciones deshonestas, ésta las repele, escupiéndole en su cara. Genoveva escribe una carta a su marido entregándosela a Draco, hombre honrado a carta cabal y cocinero del Conde, el cual se encargo de hacerla llegar a Sigifredo a medio de un emisario de toda confianza. Hecho éste que conoce Golo y en el preciso instante que la Condesa entrega la carta a Draco el intendente Golo lo atraviesa con su espada blandiéndola, diciendo a cuantos allí se agolparon que lo hacía, para vengar el honor de su amo, calumniando al muerto y a la Condesa de ser su amante. “en la foto vemos a Golo hundir la espada en el pecho de Drago en presencia de Genoveva.”

           Este malvado sujeto envió un emisario con una carta para el Conde, repleta de falsedades y calumnias, pintando a Genoveva como una mujer deshonesta, y antes que llegara la respuesta  cerró a la desventurada, en el más sombrío calabozo del castillo.

           Golo estaba convencido de que el conde en su arrebato ordenara la muerte de Genoveva.

           El calabozo recibía el nombre de “calabozo de los pobres penitentes” y era el más horroroso del castillo.

           El piso era de ladrillo rojizo, en él no entraba ni un rayo de luz y sólo había una pequeña ventana protegida por gruesos barrotes de hierro.

           Genoveva se dejo caer sobre el montón de paja que la servía de lecho, junto a ella tenía un cántaro de barro con agua y como alimento un pedazo de pan negro.

           Tras recobrar el sentido unió sus manos y sus labios murmuraron una plegaria, con un contenido de agobio y tristeza, pasándose las horas vertiendo lagrimas y de vez en cuando exclamaba “¡ay! Cuán felices son los hombres más desgraciados comparados conmigo”.

           Es ahora cuando recuerda las palabras del venerable obispo que había bendecido su casamiento. “¿Ésta es Santo varón la felicidad que me profetizasteis?. Esta será mi morada ya que así Dios lo quiso, y consecuentemente me resigno a su voluntad. Tras estas palabras quedo confortada y reanimada de este modo, Genoveva se durmió tranquila.

           Genoveva permaneció en la prisión varios meses, sin que durante este tiempo viera a persona alguna a excepción de Golo el que no cesaba de repetirla sus deshonestas proposiciones, ofreciéndole a cambio la libertad etc. pero Genoveva con dignidad y entereza contestaba que prefería parecer mil veces deshonrada a los ojos de los hombres que una sola ante los ojos de Dios.

           Al poco tiempo de haberse ausentado el Conde, tuvo un hijo en la cárcel, diciendo al pequeñuelo mientras le estrechaba entre sus brazos “¡hijo adorado ya estas entre los muros de esta prisión!, ven hijo mío aquí que te abrace contra mi corazón; tu infeliz madre carece hasta de pañales para envolverte”.

           “Extenuada y sin fuerzas como estoy ¿Cómo he de poder alimentarte?, aquí perecerás la humedad y el frio bajo el agua que se filtra por las bóvedas, estas mudas paredes son menos insensibles que los hombres”.

           Genoveva entabla un dialogo con Dios diciéndole que este tierno niño, un presente que Vos me hacéis, puesto que Vos le habéis dado la vida, como vuestro que es a Vos os pertenece y a Vos debe ser consagrado.

           “No me es posible enviarlo a un templo que lo bauticen pero Dios está en todas partes”.

           “No hay aquí ninguna mano cariñosa que lo sostenga en la pila del bautismo, ni tampoco un sacerdote que recuerde sus deberes a los que pudieran hacer las veces de padrinos; pero yo que soy la madre de esta desgraciada criatura, seré también padre y sacerdote al mismo tiempo, si os place concédenos a ambos la vida”.

           Enseguida, Genoveva oró en silencio durante largo rato, y luego tomando en sus manos el cántaro de agua, bautizo al niño, poniéndole por nombre Desdichado. Realizado este acto solemne, exclamo la pobre madre: “Te he dado el nombre que más te cuadra pues naciste entre dolores y lagrimas.

           Mi regazo será tu sola cuna, hijo mío…”

           Mirando al pan negro y duro que tenía junto así, logró mascando algunos pedacitos, dárselos al niño que se quedo tranquilamente dormido.

           Se acerco a él y al despertar se abrieron sus inocentes labios y en ellos una graciosa sonrisa y Genoveva sonrió por primera vez desde que entrara en la prisión.

           “¡Sonríe hijo mío!” Y lo estrechó contra su corazón apasionadamente; “sonríe, sonríe, pues millares de palabras no me dirían lo que me dicen tus sonrisas”.

           Transcurridos algunos días, hizo acto de presencia Golo; apenas entró en el calabozo diciendo:” ya he sido demasiado condescendiente y basta de contemplaciones, si persistes en vuestra locura compadécete si quiera de vuestro hijo, pues sabedlo de una vez, ambos moriréis y muy pronto si al fin no os doblegáis a mi voluntad”.

           Estas amenazantes palabras no impresionaron a Genoveva; contestando que prefiere morir antes que cometer acto alguno del cual pudiera remorderla la conciencia ante Dios.

           Golo palideció de rabia y lanzando una mirada feroz, volvió la espalda y salió de la prisión con tal furia, que sus muros parecieron estremecerse.

           Sería la media noche cuando Genoveva oyó que alguien llamaba a la puerta del ventanillo de su prisión, y una voz débil y llorosa exclama. “Querida condesa ¿estáis aún despierta?”

           “Ignoro si las lágrimas me dejaran decírselo…”

           “Este infame Golo… ¡ah!”

           “Castíguele Dios ¿Quién sois?” Pregunto la condesa, levantándose y avanzando al ventanillo protegido por una fuerte reja. “Soy la hija del centinela de la torre Berta ¿no os acordáis de mi? Berta, que ha estado enferma mucho tiempo y que aun lo está, para la cual habéis sido tan buena”.

           Os amo mucho, pero os traigo una noticia espantosa.

           “Esta misma noche debes morir, así lo ha ordenado el Conde, engañado por las calumnias de Golo, os cree verdaderamente culpable. Le ha escrito y ya han dado la orden a los verdugos que han de cortaros la cabeza; yo misma he oído a Golo que les daba las instrucciones. El Conde no ha querido reconocer a nuestro hijo y este también debe morir”.

           Berta que tanto amaba a la Condesa, tras anunciarla esta espeluznante noticia, la brindo la oportunidad de que si quería dejarla algún encargo, podía desahogarse y no llevar a la sepultura sus secretos “¿quién sabe si estaré yo destinada a demostrar vuestra inocencia algún día?”

           Genoveva quedo anonadada no pudiendo articular palabra y recobrando su valor dijo a la cariñosa joven.

           “Hija mía ten la bondad de traerme luz, tinta, papel y una pluma” Apresurándose la joven a complacerla y Genoveva sobre el suelo, pues no tenía otro sitio donde hacerlo escribió una carta a su amado esposo. En honor a la brevedad, voy a constreñirla: “te escribo por última vez. Cuando la recibas la mano que la escribió estará pudriéndose en el sepulcro. Dentro de pocas horas ya habré comparecido ante el tribunal del Supremo Juez. Tu creyéndome desleal e infame me has condenado a muerte, pero bien sabe Dios que muero inocente te lo juro por él y hallándome a las puertas de la muerte, creo que no sería capaz de mentir al abandonar este mundo.

           Si algún desconsuelo experimento es por ti. Se bien que al no haber sido engañado por una calumnia espantosa, no condenarías a muerte a Genoveva y a tu hijo. Cuando andando el tiempo llegues a descubrir la infame impostura, no sientas remordimientos”.
           Da una  sarta de consejos a su amado esposo, que refleja de forma palmaria la grandeza moral de Genoveva.

           Es cariñosa, sensible y tierna y debemos de ella extraer jugosas enseñanzas, si seguimos su ejemplo mejoraremos nuestras vidas, llegando a una perfección moral.

           En la foto veréis a Genoveva escribiendo esta carta sobre el suelo y con una palmatoria alumbrándola.

           La carta se la entrega a Berta, a la que manda guardarla como una joya, para que la pongas en manos de mi esposo cuando retorne de la guerra.

           Se despoja de un collar de perlas que llevaba en su cuello, entrégaselo a la buena Berta, para recompensarla por las lágrimas que probaban su felicidad.

           Es  un regalo de mi boda y ha permanecido en mi cuello desde  que lo recibí de manos de mi esposo. Quiero que te sirva de dote, pues vale 1.000 florines de oro, pero no te aficiones a las cosas mundanas.

           No olvides que el cuello que adornaron estas perlas, ha sido cortado por el hacha de los verdugos.

           Yo voy a prepararme para dejar este mundo y disponerme para entrar en la vida eterna.

           Genoveva es llevada a la muerte, abriéndose la puerta del calabozo y entrando dos hombres armados, uno portaba una antorcha y el otro un enorme espadón desvainado.

           Genoveva viendo cercana la muerte arrodillose y lloró, sosteniendo sobre sus brazos a su hijo.

           Uno de ellos, al que Golo había encargado hacer de Verdugo en tono imperativo, ordena a Genoveva, “tome a su hijo y síguenos”, como así hizo. Iba delante el hombre de la antorcha, a continuación Genoveva a la que seguía el que portaba el espadón, cerrando la marcha un enorme perro de lanas erizadas.

           Llegaron a una gran puerta de hierro, el hombre que iba delante introdujo la llave en la cerradura y apagó la antorcha, hallándose en el campo, cerca de una selva espesa e intrincada.

           La noche era de otoño y bastante clara, la luna sobre el firmamento el viento agitando el ramaje de los abetos.

           Los dos hombres guardan el más profundo silencio mientras se adentran en lo más intrincado de la selva, Genoveva camina en medio, hasta que llegan a una plazoleta completamente cercada de álamos, olmos y gigantescos abetos, y llegando a este lugar, Conrado (así se llamaba el del espadón) exclamó con voz ruda “¡alto! Arrodíllate Genoveva”, lo que así hizo, dame tu hijo “y tú, Enrique véndala los ojos”. Tras estas palabras se adelantó a coger el niño alzando el espadón, pero Genoveva estrechando a su hijo contra el pecho con desesperación maternal, elevando los ojos al cielo exclamó “¡Dios mío dejadme morir, pero haced que se salve mi hijo! Amigos míos ¿tendréis valor para asesinar a esta criatura inocente que no ha hecho mal a nadie!”.

           “Aquí tenéis mi garganta desnuda, matarme a mí, pues yo moriré contenta y de rodillas os ruego perdonéis la vida a mi hijo, llevádselo a mis padres no manchéis vuestras manos con la sangre de un inocente, pues llegara un día que vuestras consciencias os atormentaran”, continuando con advertencias y suplicas, cargadas de sencillez y ternura. Enrique que permanecía silente sin hablar una sola palabra, se enjugo una lagrima que resbalaba por su mejilla y dijo a Conrado ¡esto me destroza el corazón! Dejémosla vivir, pues si hay algún culpable es Golo, pues la condesa no ha hecho nada más que bien, ¿no recuerdas cuando hace poco tiempo, estuviste enfermo?”.
           Conrado medita lo que Enrique le dice, contestando: “si no la matamos Golo nos matara a los dos”.

           “De que servirá que la prolonguemos la vida sí Golo la hallará donde se oculte, además nos exigió llevarle un testimonio irrefutable de su muerte”.

           “Bien podíamos dejarle con vida dijo a su vez Enrique, si nos jura que no abandonara jamás este bosque y a Golo le llevaremos los ojos de tú perro, para que crea que positivamente ha muerto”.

           Enrique se dirige a Conrado diciéndole que la muerte de la Condesa y su hijo son infinitamente más dignos de compasión que la de su perro. Conforme vamos a aventurarnos…

           Encarándose con Genoveva la obligó a comprometerse bajo juramento que no abandonaría mientras viviera el bosque en donde se encontraba, estaba completamente desierto; también juro Enrique que no hablaría jamás una palabra sobre lo que había sucedido aquella noche.

           Genoveva rendida de cansancio, se dejo caer al pie de un chopo teniendo abrazado en su regazo a su tierno hijo.

           Allí la dejaron y Enrique la contempló un instante con la vista, empañada por el llanto y exclamó “¡Dios se apiada de vosotros!”.

           Cuando ambos retornaron al castillo hallaron a Golo retirado en un aposento, sentado, con la cabeza apoyada sobre sus manos y con un aspecto de abatimiento y desesperación. Conrado le mostró en una mano los ojos ensangrentados de su perro y exclamo “¡aquí tenéis los ojos que me pedisteis!”. No quiso mirarlos y les mando que se marcharan.

           Susurrando se decía “creía que sería muy dulce vengarse de Genoveva y contrariamente me es tan insoportable la idea de que ha muerto. ¡Ay! Todo el que se deje llevar por sus pasiones acaba siempre por engañarse a sí mismo”.

           Genoveva recobró el conocimiento,  en la espesura del bosque rugía un huracán espantoso, un mochuelo silbaba entre el ramaje, también a lo lejos se percibían los aullidos de un lobo.

           El terror se apodero de ella, pero confiaba en Dios bondadoso, “Vos me veis, pues estáis en todas partes. ¡Cuánto os agradezco me hayáis librado de mi muerte y la de mi hijo!”, pensaba.

           Allí permaneció acurrucada con las manos cruzadas sobre sus rodillas, sobre las que descansaba su hijo.

           La mañana, que era una de esas tristes y nebulosas que tanto abundan en otoño no la trajo consuelo alguno; era un sitio abrupto, estéril, y de salvaje apariencia, un viento frio frotaba la piel y al poco tiempo comenzó a nevar.

           Genoveva tiritaba y su hijo estaba desfallecido de hambre y frio. Buscaba algún refugio, en la oquedad de un árbol o en la cavidad de una roca y a la vez trataba de hallar algunos frutos para alimentarse. Desesperada empezó a escarbar la tierra, con aquellas finas y delicadas manos, para extraer algunas raíces, las cuales masco y dio luego a comer a su hijo.

           Caminó arrastrando la nieve y al cabo de algún rato diviso un pequeño valle, fértil y alegre, y se encaminó hacia él, descubriendo una cavidad, bajo las colgantes ramas de los abetos. Era la entrada de una cueva, donde podrían caber unas tres personas, y cerca una fuentecilla de cristalinas aguas que se precipitaban de la roca.

           Adherida a la roca se elevaban serpenteando y festoneándola una tupida enredadera, que producía una especie de calabazas cuyo fruto de un amarillo brillante, no era ya comestible.

           Se introdujeron en la cueva para resguardarse de la intemperie.

           El hambre la atormentaba y su hijo empezó a llorar; la pobre presa de la desesperación, puso a su hijo en el suelo, arrodillándose y elevando sus ojos al cielo, elevó una plegaria cargada como todas las suyas de bondad y ternura y al acabar de expresarse en estos términos se desgarraron las nubes y el sol lucía sobre el azul firmamento, enviando sus rayos a la cueva, reanimándola con su vivificante calor y una cierva apareció súbitamente a la entrada de la cueva, avanzó en el interior, por ser su guarida acostumbrada, y al llegar frente a Genoveva, posó ésta su mano sobre ella para acariciarla y al ver que la cierva recibía sus caricias dócilmente, concibió la idea de utilizar su leche para alimentarse ella y su hijo, colocando a éste en posición conveniente para que pudiera mamar de la cierva. A la cierva poco atrás, la arrebató un lobo su cervatillo y ésta dolorida por el exceso de leche, se dejó mamar sin oponer resistencia. El niño fartuco se quedó dormido y Genoveva en una parte de sus ropas lo acostó en un rincón de la cueva. Valiéndose de una piedra afilada, abrió algunas calabazas a las que despojo de la corteza y pepitas, dejando solo la corteza. Dio de comer a la cierva algunas hierbas frescas y tiernas, se puso a ordeñarla mientras comía logrando leche suficiente para llenar las cuencas de las calabazas. Bebió de un cuenco aquella tibia y espumosa leche y alzó las manos y la mirada al cielo y orando en acción de gracias.

          
           Repuesta del frio y el hambre, Genoveva salió de la cueva a la que hizo repetidos viajes, para transportar en su delantal, algunos montoncitos de suave musgo que arrancaba de los árboles y de las rocas, logrando formar un blando lecho para ella y para su hijo.

           Rendida de todo este trajín Genoveva se sentó en un peñascal dentro de la cueva que hacía las veces de un escaño. Una vez sentada se sintió tranquila y como aliviada de un peso enorme, agradecida por verse libre del lúgubre calabozo al que el infame Golo la había encarcelado.

           Absorta en estos pensamientos tropezó con una rama seca de abeto cubierto de musgo y caprichosamente pintarrajeada de manchas blancas y amarillas, la partió en dos trozos, los colocó en forma de cruz, ligándoles con algunas tiras de corteza flexible, colocándolo en un lugar de la cueva donde siempre podía tenerla a la vista. Se acostó en el lecho de musgo y se durmió plácidamente. Como no lo había disfrutado desde hacía mucho tiempo. El niño dormía sobre su seno y a sus pies reposaba la fiel cierva que ya no les abandono nunca.

           Desde entonces Genoveva vivía aislada en aquella soledad como una verdadera anacoreta. Transcurrían las estaciones del año velozmente, y así permaneció durante 7 años. Se comunicaba con Dios en Espíritu, confiando por completo en él.

           No tenía agujas ni hilo para entretenerse y hacer prendas para su hijo, tampoco tenía ningún libro para leer, lo que tanto le agradaba pero se prendó de la naturaleza, su contemplación la vivificaba y aprovechaba el buen tiempo, tomando en su regazo a Desdichado y lo sacaba a pasear para que tomara el sol y respirara aire puro a pulmón lleno.

           Podéis contemplar la tierna imagen de Genoveva y su hijo.



           El intenso frío, la humedad dentro de la cueva, el hambre y la soledad, lograron deteriorar la salud de Genoveva y la enfermedad se instaló en ella.

           Su faz demacrada y sus hundidos ojos la hacían irreconocible, ni su hijo podía reconocerla, se hallaba en los umbrales de la muerte.

           Oraba y oraba sosteniendo entre sus manos aquella crucecita de madera, en tanto que su hijo la acercaba a la  boca un cuenco de la calabaza repleto de leche espumosa y calentita, recién ordeñada de la cierva.

           Sigifredo se encontraba en una tienda de campaña, reponiéndose de las heridas sufridas en el frente. Su fiel amigo, el anciano Wolf, ayudado por alguno de su séquito, lograron trasladarlo a su castillo. 

           Cuando a él llegó, todos gritaron ¡El conde! ¡El conde, el conde!.

           Golo que todo lo había previsto, apresurose a bajar, llevando un candelabro en la mano y muy humildemente fue a tener el caballo y el estribo para que su amo se apeara.

           Sigifredo sin hablar una palabra, le miró con tanta fijeza y severidad, que Golo a pesar de su audacia empalideció, comenzando a temblar como un reo ante su juez. Se asomaba a sus espantados ojos, su turbada conciencia.

           Cuando entró en el salón de ceremonias, dejó el conde la espada y el casco sobre la mesa pidiendo a Golo todas las llaves del castillo, que entregó a Wolf, al que encomendó su custodia y vigilancia, y que no dejara salir a nadie de su recinto.

           Hizo una señal a todos para que salieran y lo dejaran solo.

           El primer aposento que visito el conde, fue el de su esposa, que había sido cerrado por Golo. Allí estaba todo lo mismo que ella lo dejó, aún veíase un bordado a medio concluir en la que había una inscripción incompleta ceñida por una corona de hojas de laurel, entretejidas de perlas en las que se leía “A Sigifredo, su fiel esposa Genoveva”.

           Y entre los papeles, muchos borradores de cartas que le había dirigido. El conde no había recibido ninguna de ellas, por haberlas interceptado Golo.

           En ellas le decía que oraba por él, para que Dios lo sacara sano y salvo de los combates. Le pintaba cuál sería su alegría, cuando regresara y saliera a su encuentro, estaba consternado ante estos descubrimientos, con los brazos cruzados sin saber que hacer, haciendo súbitamente presencia Berta, que era la única doncella que había sido fiel a  la condesa, poniendo en sus manos la carta que Genoveva había escrito en el calabozo, mostrándole a la vez el collar de perlas, que el conde conoció de inmediata, y entre raudales de llanto, le narro los numerosos beneficios mientras estubo enferma y todo lo que le había dicho aquella fatal noche, antes de ser llevada a la muerte por sus verdugos.

           El conde todo ello le desvelo de  manera palmaria la inocencia de Genoveva exclamando con desesperación.

           ¡Oh, Dios mío! ¡ Oh, adorada Genoveva, la causa de tu muerte! ¡Matarte yo, ángel mío, y a tu hijo! ¿Oh, soy el mas desgraciado de los hombres.

           Al oír estos lamentos acudió Wolf, que con su fidelidad y buen hacer, logró calmar al conde.

           El conde cuando parecía calmado, se ausentó, tomó la espada y se disponía a dar muerte a Golo. Le contuvo Wolf diciéndole que tampoco era justo, acabar con Golo, sin previamente oírle. No obstante mandó prenderlo y cargarlo de grillos y cadenas, y se le llevase a la misma prisión, en que por tanto tiempo se consumió Genoveva.

           Las ordenes del conde fueron ejecutadas con gran alegría de sus soldadosa. La mañana siguiente, es llevado a presencia del conde, que estaba releyendo la carta de Genoveva.

           Es ahora cuando siente profundamente en su corazón las palabras “perdónale como yo le perdono, y no se derrame por mi causa una sola gota de sangre”.

           “¿Qué te hice yo Golo, para que atrajese sobre mi tan espantosa desgracia?.

           ¿Qué te hicieron mi esposa y mi hijo a penas recién nacido, para que te convirtieras en su verdugo?.

           Cuando llegaste a esta casa eras un pobre muchacho desvalido, y solo has recibido en ella, beneficios y mercedes.

           ¿Qué te ha impulsado a recompensarlos de este modo?”.

           Golo prorrumpió  llanto exclamando:

           “¿Ay? He sido cegado por una pasión infame. Vuestra esposa es inocente como un ángel. Yo fui el malvado que le hice proposiciones deshonestas, pero ella me rechazó e irritado quise vengarme de ella y asegurar mi propia vida, pues temía que si os confesaba la verdad, me matarías. Para evitarlo levante esta calumnia, que tan funesta ha sido para ella y para vos”.

Consoló mucho al conde esta franca confesión.

           Se apoderó de él una tristeza que iba aumentando, que llego a poner en peligro su vida, había momentos en que su dolor llegaba al paroxismo. Y ni sus caballeros de la comarca, ni sus amigos que se esforzaban en darle consuelo lo conseguían, todo resultaba inútil, se negaba a toda distracción, se recluía en el aposento de Genoveva y de él a la capilla del castillo. Puso su empeño en que buscaran el sepulcro de Genoveva, pues añoraba llorar sobre él, pero ello no se logró.

           Los verdugos habían desaparecido del condado, y nadie conocía su paradero.

           Entonces mandó celebrar unas solemnes honras fúnebres en la iglesia del dominio, al que asistieron todos los caballeros de la comarca con sus esposas, que eran todas ilustres damas, la multitud de los pueblos circundantes, toda la servidumbre, era tan nutrida la comitiva, que solo pudo caber en el templo una décima parte.

           Acabado el oficio, el conde mando repartieran a los pobres abundantes limosnas y se hiciera un monumento en la capilla de la iglesia, grabando en letras de oro una inscripción para que llegase a la posteridad, la historia de la desventurada Genoveva.

Sigifredo encuentra a Genoveva

           Transcurrieron algunos años sin que fuera posible obtener del conde que saliera del castillo, pero sus fieles amigos, entre ellos Wolf, conocida la afición a la caza del conde en su juventud, organizaron una en los bosques de Alemania, en que en aquellos tiempos abundaban jabalíes, osos, lobos y ciervos, y a instancia de Wolf se invitó a todos los caballeros comarcanos.

           Se escogió un día en que hubiera nevado la noche anterior dándose cita al efecto bajo una encina colosal que había a la entrada del bosque.

           Apenas amaneció el día señalado, el conde seguido de un cortejo de servidores partió, internándose en el bosque para llegar al lugar de la cita. Todos los cazadores iban montados, formando cada uno de ellos un grupo independiente de los otros, constituido por los peones, con caballos de reserva, acémilas y perros de caza que lo seguían.

           Los caballeros que había invitado Sigifredo, puntuales acudieron al lugar de la cita, y de inmediato resonaron en el bosque, las alegres tocatas de caza, entregándose a ella con gran entusiasmo.

           Levantaron varios jabalíes y corzos, cuando el conde, después de disparar contra una cierva que salió a escape y se internó. Siguiendo sus huellas, atravesó arbustos y malezas y por último la vio esconderse en la gruta de Genoveva, pues justamente era la que con su leche la había alimentado durante siete años en el bosque a ella y a su hijo.

           Al conde le era imposible conducir su caballo por aquellas asperezas. Se apeó, lo ató a un árbol, y guiado por las huellas que la cierva iba dejando impresas sobre la nieve, mirando en el interior de la cueva, descubrió en aquel sombrío recinto, con gran estupefacción, una criatura humana, flaca y pálida como un cadáver, que no era otra que Genoveva.

          
           La desventurada, había conseguido salir triunfante de su grave enfermedad, pero estaba débil y extenuada. Decía todas las tardes al ponerse el sol: “ya no volveré a verle jamás”.

           El conde avanzó dentro de la gruta gritando “si eres un ser humano muéstrate a luz del día”.

           Genoveva, obedeciendo salió envuelta en su zalea, cubiertas sus espaldas con su abundante cabellera rubia, descalzos sus pies, trémula de frío y pálida como un cadáver.

           Al verla Sigifredo, le preguntó mientras retrocedía espantado y sin reconocer a Genoveva “¿Quién eres tú? y cómo es que te hallas en estos parajes?”.

           Soy yo Genoveva que le había reconocido a la primera ojeada; tu esposa, a la que sentenciaste a muerte, pero soy inocente, bien lo sabe Dios.

           El conde quedó como si fuera herido por un rayo, no sabía si soñaba o estaba despierto, apartado de sus gentes en aquel retirado lugar, le pareció que veía el alma de Genoveva y ahogada su voz exclamo “¡Oh, tú, alma de mi difunta esposa! ¿Vienes a caso al mundo para pedirme cuenta de la sangra que he vertido?

           ¿Fue aquí en este mismo lugar en donde nos encontramos en donde se convirtió el terrible crimen? ¿Esta cueva fue donde sepultaron tus restos?

           Si, seguramente no puede ser de otro modo. Déjame alma bien aventurada, que ya me atormenta bastante mi propia conciencia.

           Vuélvete a la pacifica morada en que te encuentras y reza por mí, por este esposo desventurado, que no puede hallar tranquilidad en este mundo”.

           “Esposo mío, Sigifredo, respondió Genoveva rompiendo en llanto y con una voz llena de ternura, no soy un espíritu, sino tu esposa Genoveva.

           Sus ojos parecían estar cegados, limitándose a mirarla fijamente, sin atreverse a aproximarse a ella. Le parecía que era un fantasma lo que tenía ante él.

           Genoveva le tomó cariñosamente una mano; pero él se la retiró, exclamando con voz trémula. “Déjame sombra de mi víctima; tu mano esta helada”.

           “Esposo mío, amigo mío, Sigifredo”, insistió Genoveva, a la vez que le miraba con ternura y cariño. “¿Cómo es que ya no reconoces a tu esposa? Mírame bien soy yo, yo misma. Mira este anillo que tú me diste y que aún conservo en mi dedo”.
           Pudo Sigifredo dominar su terror y exclamó como si hubiera salido de un ensueño “¿ Realmente eres tú?.

           Se arrodilló a los pies de Genoveva sin poder articular ni una palabra, hasta que por fin, prorrumpiendo en un mar de llanto exclamó. “Si tú eres mi esposa, tan hermosa y agraciada y por mi causa te ves desnuda y miserable. ¿Será posible que puedas perdonarme?”.

           Genoveva le respondió diciéndole: “jamás abrigué contra ti el menor resentimiento, pues siempre creí que eras víctima de un infame ardid. Levántate y ven a mis brazos, no me ves como lloro de alegría”.

           El conde no se atrevía ni a mirarla, “¿Cómo es que no me reprochas mi maldad? ¿eres un ángel?”

“Tranquilízate Sigifredo y ve en todo ello la mano de Dios, si él me ha colocado en este bosque, ordenando todo conforme  a su voluntad, porque así me convendría. ¿Quién sabe si el esplendor y la riqueza me hubieran llevado a corromperme? Mas aquí en esta soledad se ha depurado mi alma”.

           Hace acto de presencia Desdichado, sin otro vestido que la piel de un corzo, que lo cubría, con sus desnudos piececitos sobre la nieve. Llevaba un haz y hierba húmeda por la escarcha, que había ido a buscar, en las márgenes del arroyo, y en la mano traía una raíz de la que venía comiendo.


           Quedó anonadado cuando vió al conde vestido con el magnífico traje de los caballeros, cubriendo la cabeza con el yelmo en el que ondeaba un vistoso plumaje, permaneciendo inmóvil, y dijo al verla con las mejillas inundadas de lagrimas, “no llores mama, ¿éste es alguno de estos hombres malos que viene a matarte?”. Dando un salto se puso al lado de su madre para protegerla a la vez que dijo: “Antes me mataran a mí que a ti te causen el menor daño”.

           Genoveva con una sonrisa le dice a su hijo que mirase cariñosamente a este guerrero: “bésale la mano, es tu padre, tu buen padre. Mira como llora al contemplar esta miseria, Dios lo ha enviado para salvarnos y llevarnos con él a su casa”.

           El niño contempló de nuevo al conde. En sus negros y rizados cabellos, su hermosa frente, con la viva expresión de sus ojos, con su fina y curvada nariz vio Sigifredo su mismo retrato, sintiendo una intensa alegría, que invadió su corazón, desbordándose en él  la ternura paternal.

           “¡Hijo mío, mi querido hijo!; ven a  mis brazos”, sujetándole con uno de sus brazos, mientras ceñía con el otro a Genoveva y elevando sus ojos al cielo, prorrumpieron en una acción de gracias a Dios.

           Esta escena por su ternura resultaba conmovedora, y así un largo rosario de ellas iban poniendo de manera palmaria, la alegría y el gozo de aquel trió.

           La primera en romper el silencio fue Genoveva con los siguientes interrogantes “¿viven aun mis padres? ¿Gozan de una vejez tranquila? ¿Creen en mi inocencia?.... ¡ay! Va a hacer 7 años, que me lloran por muerta, desde entonces no he tenido de ellos la menor noticia”.

           El conde sollozando dice a Genoveva que sus ancianos padres viven, y creen con rotundidad en tu inocencia.

           Les enviaré un mensaje anunciador de la feliz noticia de haberte hallado.



Genoveva vuelve al Castillo

           Salieron de la cueva el padre, la madre y el niño, los ojos se inundaron de lágrimas de ternura a los tres, al despedirse de aquel inhóspito y a la vez entrañable lugar .Eran siete años los vividos allí, en una situación tan inhumana y degradante.

           El conde para reunir a sus gentes, tomo la trompa de caza que llegaba al cinto, arrancando de ella algunos toques que resonaron a larga distancia. Desdichado no había oído jamás una cosa parecida, su padre se la dejo arrancándole algunos sonidos, que hicieron reír a su madre.

           De inmediato acudieron de todos los puestos del bosque y al llegar quedaron profundamente sorprendidos al ver aquella mujer, flaca y pálida que acompañaba al conde y aquel tierno y sonrosado niño, que esté llevaba en brazos.

           Todos guardaron silencio, al comprobar que los ojos del conde su esposa e hijo, estaban repletos de lágrimas, y el conde dice a sus fieles servidores; “ésta mujer y este niño, son mi esposa a la que tanto tiempo he creído muerta y mi hijo Desdichado”.

           Después del conde contarles la parte más sustancial de la historia, envió a dos de sus caballeros al castillo, para que trajeran vestidos para Genoveva y una litera, ordenando la preparación para su recibimiento.

           El conde abrió la maletilla que llevaba en el arzón y cubrió a la condesa en su capa de grana, forrada de negra piel y cubriéndola la cabeza con un fino pañuelo, extendiendo sobre el suelo un tapiz para que se sentara. Allí fue recibiendo los homenajes de todos los circunscritos.

           El conde cogió en sus brazos a Desdichado, besándolo en ambas mejillas y le dijo ¡sed bienvenido mi querido hijo, sois el fiel retrato de vuestro noble padre!.

           Desconcertado ante la perplejidad de tantas gentes y objetos que nunca había visto, iba tomando confianza y haciendo preguntas.

           Lo que más le sorprendió fueron los jinetes que iban de aquí para allá y a semejanza de aquellos pueblos salvajes, al verlos por vez primera creía que el caballo y el jinete no formaban más que uno solo, exclamó “¿Papá con que hay hombres de cuatro pies?”.

           El viaje a través de lo intrincado del bosque se hacía dificultoso, pero abandonándolo, se iban topando con una inmensa multitud de gentes, atraídas por el hallazgo de Genoveva. Este evento se corrió con la velocidad del rayo y todas las gentes, interrumpieron sus trabajos, abandonaron en un rincón las ruecas y los trillos y abandonaron las aldeas para salir al encuentro de la condesa.

           Aquél fue en resumen un verdadero día de fiesta.

           A su encuentro concurrieron también dos peregrinos con sus sombreros y capas adornadas con conchas.

           Apenas divisaron a Genoveva, se acercaron a la litera y se incaron de rodillas a los pies de la condesa. Eran los dos hombres a quienes Golo había encargado cortarle la cabeza.

           Ambos especialmente Conrado, pidieron que los perdonase, por haberla dejado abandonada en el desierto, por temor a Golo, en vez de conducirla a Brabante a casa de sus padres.

           La contaron sus aventuras; poco después de aquel suceso, como temían por sus vidas estando cerca de Golo, determinaron ir en peregrinación a Tierra Santa y pocos días antes habían regresado, al saber que todos desde mucho tiempo atrás daban a Genoveva por muerta.

           “¿Cómo es posible señora que no hayáis perecido de hambre y frio o despedazada por las fieras?”.

           “Levantaos amigos míos dijo Genoveva, tendiéndoles la mano afectuosamente. Después de Dios, es a vosotros a quienes tengo que agradecer la vida y mirando a Desdichado le dijo, hijo mío, tu también debes estar agradecido y ser compasivo con estos hombres pues ellos, tenían la orden de matarte. Prefirieron obedecer a Dios antes que a los hombres y llorando tiernamente no os arrepentiréis jamás de haber perdonado la vida”.


           Cuando la litera donde iba Genoveva, llegó a un altozano desde donde se dominaba Siegfridoburgo, fueron lanzadas a vuelo las campanas de la población, que se extendió al pie del castillo señorial.

           Todo el mundo creía que en la salvación de Genoveva, había intervenido la mano de Dios.

           Fue un recibimiento apoteósico, los caminos y calles por donde pasaba, había gentes de todas clases sociales, personas a las que había la condesa ayudado en sus necesidades, y por ello gritaban de júbilo, y lloraban de ternura, y ella, con aquella humildad que la caracterizaba,  miraba hacia abajo como avergonzada de tanto boato.

           Unos decían “¿Qué flaca y pálida viene nuestra querida condesa? ¿Parece una Santa? ¿Así debía estar María al pie de la cruz?”.

           Otros “¡Hay que ver que niño tan hermoso! con su pielecita y la cruz que lleva en las manos, parece la imagen de San Juan Bautista en el desierto”.


           Hasta la cierva era objeto de admiración.

           Genoveva llegó al patio del castillo y al pie de la escalinata principal, se encontraban todas las señoras de la nobleza del contorno, llevando consigo a sus hijos.

           Todas sin excepción se alegraban al saber que era inocente , complacidos por una misma idea, miraban aquel día como el triunfo para la virtud femenina por lo que iban engalonadas como para las fiestas más solemnes.

           Una de ellas que se distinguía entre todas, por su belleza y juventud vestida de blanco y adornada con un collar de perlas valiosísimas, avanzó hasta reunirse con Genoveva. Apenas bajo esta de la litera, llevaba una corona de arrayanes, entretejido con rosas blancas y se la ofreció en testimonio de su “lealtad e inocencia” diciéndole con voz entrecortada por el llanto, acepta señora, este homenaje, que todas nosotras os ofrecemos.
           “Insignificante es la oferta comparada con el premio que os aguarda en la eternidad, donde recibiréis otra corona más digna de vuestras virtudes”.

           La doncella que en nombre de todas sus compañeras cumplimentaba a Genoveva, era la joven Berta amable y bella criatura que la había visitado en su prisión. Por eso la habían elegido para que participe de su felicidad y del homenaje que la tributaban.

           “Dios mío si esta es la recompensa que ofrecéis al inocente en esta vida ¿Cuál será la que me reserváis en la eternidad?”.

           Wolf dirigiéndose al conde le dijo: “Amo mío al cabo de 80 años de vida he presenciado en este castillo entradas triunfantes, pero ninguna que se pueda comparar, a la que hoy ha hecho en él nuestra querida señora”. “Dices muy  bien Wolf porque en esta no ha tenido la menor participación el hombre. Ella entraña el triunfo mas espléndido que puede soñarse, porque es el triunfo de la virtud sobre el vicio”.

           Las damas y caballeros acogieron estas palabras de Sigifredo con estrepitosos aplausos; respecto a sus hijas acordaron que en lo sucesivo, el arrayan y las rosas blancas serian el signo de la pureza virginal en las doncellas y de felicidad conyugal en las esposas, que por consiguiente con ella formaron todas su corona nupcial, y esta costumbre se ha conservado hasta hoy en algunos puntos de Alemania.

           Genoveva, extenuada y desfallecido su cuerpo fue llevada de inmediato a sus aposentos, y después de haber dado de nuevo gracias a Dios por su salvación prodigiosa y de intercambiar algunas frases con la viuda e hijos de Draco a quienes prometió protegerlos, se entregó al descanso que tanto necesitaba en el lecho. Su fiel Berta se quedó velando junto a ella y desde entonces no se apartó más de Genoveva.



Entrevista de Genoveva y sus padres
          
           Resultaba evidente participar a los longevos y delicados padres de Genoveva  la buena nueva del hallazgo de la para todos muerta siete años atrás, de la que en beneficio de su alma, tanto habían rezado y tantos sufragios por ella habían ofrecido.

           Este largo tiempo había deteriorado física y mentalmente a los condes de Brabante, pues ni que decir tiene, era su única hija y revestida de tantas virtudes, que ellos confiaban, cuando les llegara su muerte, les acompañaría, hasta cerrar sus ojos.

           Sigifredo así se lo transmite a su fiel amigo Wolf y éste se ofrece a ello. El conde pretende disuadirle por su avanzada edad, pues el camino en caballo era largo, teniendo que pernoctar algunas noches en posadas.

           No obstante no logró disuadirlo. Buscó jinetes y corceles briosos, preparó el viaje y al amanecer parte hacia el palacio de los duques de Brabante.

           Wolf, que tenía tiempo para pensar, cómo y de qué forma darles la noticia, no lograba pergeñar en su mente nada que le agradara. Se entera que el anciano obispo Hidolfo, quien había bendecido el matrimonio entre Genoveva y Sigifredo, se encontraba a pocas leguas, a donde había ido para bendecir un templo recientemente edificado, y se dispuso a ir a este lugar.

           Era menester darles la noticia poco a poco, al encontrar al obispo, Wolf se lo cuenta y le acompaña al palacio de Brabante.

           Los duques de Brabante, celebraban anualmente una fiesta religiosa, en conmemoración del espantoso día en que llegó a su conocimiento la muerte de Genoveva.

           Los duques estaban próximos a la hora de los oficios, aguardando la llegada del obispo, a quien habían encargado celebrar todos los años el oficio de difuntos, en el mismo altar en que había bendecido la unión del conde con Genoveva.

           Los duques acongojados prorrumpían “¡ay! ¡Que golpe tan espantoso, no obstante, hágase la voluntad de Dios!”.

           Cuando pronunciaban estas lamentaciones, penetró en el aposento el anciano obispo, quien en su rostro  reflejaba una gran alegría.
           Exclamó “¡desterrad vuestras penas y dar gracias a Dios!”.

           Y con frase trémula de ternura, recordó a los duques el pasaje bíblico en que le es arrebatado a Jacob su hijo y el gozo del anciano cuando José le fue devuelto.

           El sentimiento de inefable ternura que surgía del símil bíblico, iluminó su corazón con un rayo de alegría. La duquesa cruzando sus manos sobre el pecho exclamó “¡si nosotros pudiéramos disfrutar de un solo reflejo de este gozo!”.

           “Rogadle ahora al señor que os de fuerzas para sobrellevar la alegría. Rezad un Tedeum, pues Genoveva vive todavía y la veréis de nuevo”.

           Esta noticia dejó estupefactos de asombro a los duques y ambos quedaron mirando al obispo, no atreviéndose a dar crédito a estas palabras. Su corazón fluctuaba entre la esperanza y el miedo.

           El obispo, abrió la puerta y llamó a Wolf, el prelado mostrándosele a los duques exclamó: “Os aseguro que vive la condesa pues yo la he visto con mis propios ojos, he oído su voz y he besado su mano”.

           Se propagó esta noticia y el palacio se abarrotó de gentes. Wolf a cuyo alrededor formaron un círculo, comenzó a referir con minuciosidad la prodigiosa historia, y la emoción hizo brotar abundantes lágrimas de los duques y todos los circunstantes.

           “Preparan el viaje, para ir a ver antes de morir a nuestra hija”.

           Dieron gracias a Dios y emprendieron el camino a Siegfridoburgo, y escoltados por Wolf y su gente, a los que también se unieron doce jinetes al servicio del duque.

           Genoveva, merced a los solícitos cuidados, comenzaba a colorear sus mejillas.

           Solo la atormentaba el deseo cada día más vehemente de abrazar a sus amados padres.

           Cuando aquellos, hicieron su entrada en el castillo, mucho antes de lo que esperaban, derramaron un caudal de lágrimas al recibir a su hija en sus brazos.

           El venerable duque preso de una emoción exclamó. “¡Dios mío, ya puedo morir en paz!” “¡También yo puedo ya morir gustosa” repuso a su vez la duquesa! “¡Pues te hallo viva y rehabilitada ante todo el mundo!”

           Les muestran a Desdichado y los duques simultáneamente “¿con que tú eres nuestro nieto? ¡Ven a mis brazos!”, el duque después de abrazarlo le dio su bendición, colmándole de besos y caricias a la vez que le decía – “Si, Dios te bendiga una y mil veces hijo mío”.

           Llenos ambos de admiración, dirigiéndose a Genoveva “¡Hija querida!. Nosotros te lloramos creyendo que no volveríamos a verte, pues te creíamos muerta, cuando Dios nos concede la dicha, no solo de abrazarte a ti, sino también a nuestro querido nieto”.










Algunas pinceladas más acerca de Genoveva

           Con estas pinceladas, pretendo descubriros el final de Genoveva.

           Se ignora los años que todavía vivió Genoveva, después de los sucesos que han quedado expuestos.

           Lo que sí se sabe es que fue dichosa hasta el último instante de su vida, y que ésta fue una cadena jamás interrumpida de acciones caritativas y generosas.

           Desde el día en que fue salvada tan prodigiosamente, su existencia se asemejó a esas tranquilas y hermosas tardes de primavera, que suceden a las tempestades, y su muerte, a una de esas puestas de sol, en que el radiante astro, sin extinguirse, va alejándose lenta y gradualmente, hasta que nos envía su ultimo rayo desapareciendo a nuestros ojos, para enviar a otro hemisferio su calor vivificante.

           Acompañó su cadáver a la última morada, una multitud inmensa de personas, que lloraron a raudales, sobre su sepulcro y sobre todo Sigifredo y Desdichado.

           En cuanto a la cierva, nada más cerrarse la tumba, se hecho sobre la losa, sin que nadie, pudiera apartarla de allí; se negó a comer y por último una mañana la encontraron muerta sobre el sepulcro de su dueña.

           Mandó el conde levantar a la memoria de su esposa, un magnifico monumento, de mármol blanco, en cuya base llevase esculpida la cierva sobre la losa sepulcral.

           A ruego de Genoveva, hubo de construir Sigifredo, una ermita en el bosque, junto a la gruta en que había vivido por espacio de siete años. La capilla fue bendecida por el venerable obispo Hidolfo y que fue llamada por todos los habitantes de la comarca “La ermita de la señora” .

           En las paredes fueron pintadas, todos los pasajes de la historia de Genoveva, y cuando murió Desdichado, se colocó en el altar, engarzada con gran riqueza, la tosca crucecita de madera, que encerraba tantos secretos y recuerdos de piedad y ternura.

           Al otro lado de la gruta, había una pequeña celda para el ermitaño, con un huertecito regado por el manantial.

           Con mucha frecuencia era visitado el Santuario, por multitud de fieles y todos ellos eran cariñosamente acogidos por el bondadoso ermitaño, quien les mostraba, la crucecita, las pintadas, la gruta, la piedra en que Genoveva se arrodillaba para orar y el manantial en que había bebido. Les contaba su historia y siempre terminaba exhortándoles para que imitaran su ejemplo.

           El pueblo veneró siempre a Genoveva como una SANTA y cerca de un siglo después de los acontecimientos que hemos referido, se oía decir algún longevo con su plateada cabellera “¡siendo todavía niño, conocí yo a Genoveva!” y tenía por su mayor dicha, poder contar a sus nietos, cuanto habían oído decir a la condesa, cuando era como ellos, escuchándolo las tiernas criaturas como encantadas.

           Con el transcurrir de los años, el castillo Siegfridoburgo, residencia del conde, fue demolido, y actualmente se ve aún cerca de Coblencza, unas ruinas conocidas con el nombre de Altsinrmez.

           No obstante, el amor y veneración hacia Genoveva, se conserva más firme y duradero que las almenas de estas ruinas, sin que su recuerdo haya podido borrarlo el tiempo, de la faz de la tierra.

           El nombre de “Genoveva” en muchísimas señoras y señoritas  de aquella comarca recuerdan a un a sus habitantes, el de aquella tierna y generosa criatura, que se llamó Genoveva de Brabante.


           Me he propuesto relataros de forma prolija la linda y emotiva vida de Santa Genoveva de Brabante, con la finalidad de que las gentes de aquella época que hayan sobrevivido rememoren con su lectura los tiempos pretéritos en que la pusieron en escena, y a las generaciones más actuales y a las venideras, conozcan tras su lectura a esta importante Santa, cuya existencia y sus hechos, son veraces, aunque la forma de contarlos sea novelada.

           Un gran escritor supo expresar de manera insuperable la vida de esta gran Santa de forma novelada, logrando así, se expandiera por todo Alemania en donde había nacido, traspasando sus fronteras, dándola a conocer en toda Europa.

           No he leído esta novela, pero me consta a ciencia cierta su existencia.































BROCHE FINAL.

           Como broche final, de este extenso relato, que tras un ímprobo esfuerzo, en el que he pretendido, “tal vez sin lograrlo”, extraer y desvelar las entrañas de este añorado pueblecito, con sus acendradas tradiciones, que generación tras generación se han logrado trasmitir y aún laten en la actualidad.

           El desenfrenado avance de la modernidad y el progreso han logrado relegarlas al olvido. Pero ahí un cúmulo de hechos y motivaciones, rebosantes de humanismo, solidaridad y valores, que entiendo, deben perdurar ahora  y en lo sucesivo.

           Las gentes longevas, que conocí y trate en mí juventud, han dejado de habitar en el pueblo, abandonando sus entrañables hogares, a sus queridos familiares, y cercanos amigos, y se han ido, como huyendo del bullicio, para reposar en la común morada, fría, silenciosa y apacible del Campo Santo, para pacientemente esperarnos y esperar la gloriosa resurrección de sus cuerpos.

           ¡Para ellos mi humilde oración y en ella mi acendrado cariño…!.

           A vosotros los vigorosos retoños, que habéis brotado de la misma parra que vuestros ancestros; que habéis tomado la encendida antorcha, de corazón os deseo, participéis en la olimpiada de vuestras vidas, llegando a la meta, sin defraudar a los que os precedieron.

           Eran gentes sencillas, humildes, trabajadoras y honradas, carentes de  bienes materiales, pero inversamente rebosantes de calidez, solidaridad y candorosas y todas aquellas virtudes y valores que les habían transmitido sus ancestros, que todo ello, constituye, el más valioso legado, que no solo debéis imitar, sino también ejemplarizar a vuestras venideras generaciones.

           Si así lo hacéis, puedo afirmaros, sin temor a equivocarme, seréis muy dichosos y felices y con ello hartamente compensareis a los que os dieron la vida, vuestra vida.


           Para mí habéis sido unos fieles amigos y aunque el devenir de mi vida, me ha alejado de vosotros, siempre os he conservado en mi mente, y así lo evidencia el hecho, de que ahora, en el declinar de mi vida me haya dispuesto a escribir este relato, que en él y con él, quiero dejaros mi admiración y cariño, y a la vez podáis conocer muchas cosas, de vuestro pueblo que parecen han quedado relegadas al olvido.

           Termino este relato que dedico a los nativos de Canalejas y a los que de una u otra manera estáis vinculados a ella.

           Si algo en él os ha agraviado, imploro me disculpéis.
          
           No pretendo obviar, el trabajo abnegado e ilusionante, realizado por mi nieta Lucía Serrano López, que ha estructurado este relato, introduciendo en él, las imágenes visuales, que agranda su belleza. Gracias, muchas gracias por ello.

           Termino enviando a todos, un cálido abrazo, en el que deposito, toda la calidez y ternura con que os amo.

           Muchas gracias y hasta siempre.




                                                        Julio 2010
                                                        MANUEL SERRANO VALBUENA

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